viernes, 21 de octubre de 2022

Cinco poemas de Santiago Venturini

 

¡Soltate!

me dijo mi papá el día

en que me enseñó a disparar.

Encorvado como cazador

levanté mi escopeta

entre los locos del Tiro Federal

y disparé al aire.

Algo cayó al suelo:

no sé si un pedazo de techo

o un halcón.

 

¡Soltate!

me dijo la Clari esa tarde

en que me enseñó a usar

los patines de mi hermana.

Dos días después

rodaba por las calles

de la colonia agrícola

dejando atrás a perros

y vecinos

con sus sillones plegables

en la vereda.

 

Tengo que soltarme otra vez

pero estoy duro Clari

sigo un poco duro

papá,

necesito más tiempo

o tal vez ya soy así:

un chico que sabe patinar

un chico que sabe disparar

pero que escribe siempre

lo mismo

y siempre igual.

 

 

 

 

En una casa de la cuadra

vivía una pareja gay.

Los padres del barrio

hablaban de ellos

desde el púlpito de la mesa.

Algunos no decían

demasiado,

pero decían.

 

Por eso inventamos un juego

para la siesta:

tirarle piedras a la ventana

de los putos.

Yo tiraba

y años más tarde

esas piedras me pegaron a mí.

 

Un tiempo después

uno de ellos “se murió de sida”

–así decían los vecinos–

y el otro se quedó solo.

Ya no lo molestábamos,

porque la viudez es siempre

respetable

o porque le teníamos miedo

a esa enfermedad.

Un día se escapó

de ese barrio de dementes.

Nos miró desde un auto

jugando en la calle

como los hijos salvajes

de los salvajes.

La casa sigue ahí

aunque la reformaron.

Ahora en el lugar

donde dormían los dos

hay un living con cortinas

de mal gusto.



 

 

Durante los años en que tuvo

su taller en la casa,

tu papá usaba una máscara

de soldador.

No mires

te decía

pero vos mirabas

las chispas.

Después te dabas vuelta

y veías los yuyos

y las plantas quemados,

la puerta y las ventanas

quemadas.

Era un efecto óptico.

Ahora te parece

una premonición.

 

 

 

 

En las casas

alrededor de la curtiembre

el olor de los ácidos entraba

en las piezas y las cocinas.

Los padres trepaban a los techos

para ver las chapas

comidas por la corrosión.

 

A la tarde

hacíamos la tarea drogados

sobre las carpeta de la primaria,

y seguimos drogados toda

la secundaria.

 

Los cueros de animales

que habían protegido

un sistema perfecto de órganos

estaban colgados en los galpones

como mapas de lugares raros.

 

Las flores crecían igual

los árboles se volvían altos

y nosotros hacíamos todo

lo que las personas comunes

hacen

aunque por dentro

estábamos mutando.

Mi vecino dice

que desde esa época

tiene las puntas de los dedos verdes.

Yo me volví un poco lento

para entender algunas cosas.

Todavía no sé

si es un mecanismo de defensa

o el efecto secundario

de esos químicos.

 

 

 

 

Cada vez que a papá

le dolía la cabeza

todos funcionábamos en mute.

El ruido de una cucharita

contra la taza

era igual para él

que el de una cortadora de césped.

Acostado en la pieza oscura

con un pañuelo en la frente

nos marcaba

los ritmos de vida.

Si papá resucita

todos festejan,

si papá enloquece

corremos como perdices

hacia otras casas.

 

Me hubiera gustado

ir hasta su cama

y acercar un ojo al agujero

de su oído

para espiar lo que había

dentro de esa cabeza:

su casa de la infancia

prendiéndose fuego,

el interior de una heladera,

su padre gritando

en un auto de los 50,

o él mismo tirado en el piso

de su cerebro.

No sé qué había

pero lo heredé

y ahora

cada vez que me gana

la cefalea

recuerdo lo que me enseñó

una vez:

cuando empiece el dolor

cerrá los ojos

y pensá en un color frío

como el azul.

Ese es mi fondo de pantalla

durante cada ataque.

Un color que fue el mismo

a lo largo de los siglos,

pero me pregunto

si los dos lo imaginamos

igual

o si hasta en eso

fuimos diferentes.

 



De En la colonia agrícola (Iván Rosado, 2016)