Morning Sun, 1952 |
Un
poeta que ama a un pintor no puede remediar ver los cuadros de éste como seres
vivos, como personas incluso, o, cuando menos, como objetos con un universo
propio que el cuadro permite visualizar. Si el espectador es el mismo, el
cuadro no varía. Hace medio año asistí a una gran exposición retrospectiva de
la obra de Edward Hopper. Luego viajé a Japón y de ahí continué mi vuelta al
mundo hasta volver a parar a Ámsterdam, donde una parte de esos cuadros se
hallan actualmente expuestos en el Stedelijk Museum. Los lienzos no han perdido
vigencia. Las mismas sensaciones me embargan: angustia, silencio, una
monumental melancolía. Las obras de Hopper siguen emitiendo a la misma altura y
yo las recibo como cuando las vi por primera vez.
Entonces
escribí ciertos comentarios acerca de algunos de esos cuadros, que, me doy
cuenta ahora, soy incapaz de parafrasear. Como ya sostuve en aquella ocasión,
me parece una monstruosidad concentrar en un par de salas una carrera artística
tan extensa como la de Hopper. La exposición muestra cómo el artista descubre,
desarrolla y explota todas las posibilidades de su temática —que es su propio
yo, naturalmente—. Cuando uno observa esos lienzos parece como si no importara
que el artista fue un hombre que vivió, se alimentó, bebió: no hay sino lo que
uno tiene delante de sí, ese residuo de la visión interior de Hopper sobre el
resto del mundo, y especialmente sobre Estados Unidos. Y se trata de una visión
trágica, aunque puede que lo trágico sea una interpretación mía. Incluso en aquellos
cuadros que carecen de figuras humanas, el decorado —paisajes, panoramas
urbanos, faros, túneles— despide un aire aciago, como si las cosas quisieran
significar más de lo que son, un elemento subyacente de dolor, de melancolía y
de radical aislamiento, ausente e imperceptible en la auténtica realidad.
Room in New York, 1932 |
En Ámsterdam faltan algunos de mis cuadros
favoritos, de modo que puedo cotejar mis razonamientos de entonces con los que
me sugieren otro par de cuadros. Room in
New York, 1932. Como es habitual en los cuadros de Hopper, el espectador
mira con descaro el interior de una habitación, con esa brutalidad consentida
del voyeur invisible. La
invisibilidad del voyeur torna
invisibles las dos figuras que están en la habitación. Es obvio que esos
personajes no saben que los estoy mirando. El pintor me ha convertido en su
cómplice. Cuanto más miro, más angustia me provoca el cuadro. Los rostros de
ese hombre y de esa mujer no son rostros verdaderos. El pintor los ha dejado
inacabados. Es más, es como si los hubiera borrado, desdibujando sus rasgos más
esenciales, deformándolos hasta reducirlos a caretas, a máscaras. Y no sólo
eso. El hombre no leeun periódico, es un símbolo, la máscara de un periódico:
la portada del diario está en blanco, no hay letras ni nada que las insinúe. Y
además, la partitura sobre el piano también está en blanco, no se distinguen
las imágenes de los cuadros en la pared, las teclas blancas del piano forman
una masa blanca compacta sobre la que se pasea el dedo aburrido de la mujer. En
el escenario de la habitación de color verde intenso, la pareja está encuadrada
entre grandes bloques de piedra ennegrecida, aprisionada detrás de una ventana
cuyo cristal resulta imperceptible. Los rostros de ambos personajes están
mutilados. No los reconocerían ni sus parientes en el caso de que tuvieran que
identificar sus cadáveres. El lugar en el que el dedo de la mujer roza el piano
tiene un toque azul. Es añil. Hopper ha aplicado ese color sobre el dedo, y no
mediante una pincelada, no, sencillamente ha fijado el azul de modo estratégico
a lo largo de la cadera de la mujer internándolo en el negro del piano. Si te
acercas al lienzo, verás con detalle cómo lo ha hecho: de forma irregular, casi
con torpeza, en otras palabras, con un cuidado infinito. De haberlo hecho
mejor, más bonito, con más habilidad técnica, se habría perdido el carácter
aciago de la escena.
A woman in the sun, 1961 |
A
woman in the sun evoca otras
reflexiones. ¿De dónde procede exactamente la luz? La mujer anónima, de
gran estatura, está de pie en el centro de la habitación, desnuda. Su desnudez
no es esencial en este cuadro —o no es mítica, por usar un concepto máselevado—,
puesto que ha quedado ironizada, o en todo caso reducida a lo anecdótico, al estar ella fumando un cigarrillo. En la habitación no
hay rastro de su ropa, la cama está sin hacer, y no hay señal tampoco de la
presencia de otra persona; todo lo cual acentúa todavía más la soledad de la
mujer. Sus zapatos, grandes, están debajo de la cama, con la punta en dirección
del espectador. Pero ¿dónde está el espectador y qué hace? El espectador
participa de una intimidad absoluta que no le pertenece. Y sin embargo, yo
estoy viendo a la mujer, estoy casi a su lado, frente a la ventana por la que
sin embargo no entra la luz. Entonces ¿cómo se explica esa franja de luz que
hay en la habitación? ¿De dónde procede esa rectángulo luminoso en cuyo centro
se halla la mujer? Tanto la luz “adherida” a ella como la cortina iluminada,
ligeramente abombada, en el margen derecho del lienzo, indican con claridad que
es ahí donde hay que buscar la luz. Y sin embargo sucede algo extraño. Aunque
hay luz sobre el cuerpo de la mujer, no hay un haz de luz que penetre en la
habitación. Esa luz proyecta detrás de ella las sombras de sus piernas sobre la
zona iluminada del suelo haciéndolas largas y delgadas, confiriendo al
personaje un aire de extrema vulnerabilidad.
Mientras contemplo ese cuadro, echo de
menos otros tres: Empty Room, Morning Sun,
Western Motel. Ignoro por qué faltan en la muestra estos cuadros tan
fundamentales en la obra de Hopper. Puede que el propietario de los mismos se
haya negado a cederlos. Lo cierto es que deberían estar aquí. Ayudarían a
transmitir mejor el misterio de la técnica de Hopper, su voyeurismo y el nuestro, su forma de expresar el aislamiento y la
anonimia de sus personajes dentro de unos marcos formales.
Con los ojos cerrados evoco el lienzo Morning Sun: una mujer, que lleva una
combinación color salmón, está sentada encima de una cama de la que se han
retirado las mantas. La ventana está abierta, nos encontramos en una ciudad.
¿Quiénes? ¿Nosotros? Pero ¿quiénes somos nosotros? Nosotros no figuramos en el
cuadro, en él sólo aparece esa mujer. Comoquiera que sea, este lado del cuadro,
el lado en el que se situó el pintor mientras pintaba y en el que nosotros nos
encontramos también ahora mismo —porque el pintó a la mujer—, es un espacio
abierto. Se dirá que eso es imposible, naturalmente: ahí donde el cuadro está
abierto debería alzarse una pared. La mujer está sola: la expresión de su
rostro así nos lo indica. El enigma reside en eso precisamente. Ella está sola,
mirando hacia afuera, inobservada. Y sin embargo nosotros la estamos viendo,
porque nuestra mirada penetra en el interior de un espacio cerrado. La escena
no sólo es enigmática sino que además produce inquietud. La luz que penetra por
la ventana abierta y se proyecta sobre la “otra” pared (aunque sólo hay una
pared) cae sobre la cama en un ángulo de cinco grados. Si mantienes un buen rato
la mirada sobre esa superficie vacía y luminosa descubres que ésta es autónoma.
Sun in an Empty Room, 1963 |
En Empty
Room la cosa es todavía peor: ahí ya no hay ni tan siquiera figuras humanas
para desviar tu atención de la perturbadora autonomía de las zonas luminosas
rectangulares. Podrían echar a volar en cualquier momento para posarse sobre un
dibujo de Henneman o anidarse en un cuadro de Malsen. Ya lo han hecho alguna
vez, por cierto: superficies geométricas rellenas de materia solar.
Un bello e impronunciable vacío
de luz solar en habitaciones desnudas
sin más habitante que el mismo:
el amanecer y el ocaso de su vida
avanzaban en movimiento rotatorio, un sol
solitario
envolviendo el plinto, en granito,
sobre el que él se alzaba
pintado por una luz que duró un día
y luego se extinguió…
Son
versos del poeta L. E. Sissman (1928-1978) extraídos de su largo poema “American
Light, A Hopper Retrospective” (Hello,
darkness, 1978). En la cuerta parte de este poema (Later), Sissman describe el cuadro Sun in an empty room:
En donde confluyen los interiores
de su primeros años
pasaron compañías de mudanzas
con sus camiones de atrezo
y se llevaron los objetos del pasado
—camas, alfombras, lámparas, gente,
documentos, cómodas—
dejando atrás un documento tangible
de su vida y de cómo la vivió:
Un árbol verde sopla fuera
internándose en la habitación
por la ventana doble, formando rectángulos
de color crema
sobre la pared con la ventana y la pared
con el nicho y sobre
el suelo de madera desnudo, el sol matutino
habita el vacío
con luz americana.
Así es. Algunos pintores inventan su
propia luz, una luz inexistente en la naturaleza. Esa luz es lo que ellos
piensan acerca del mundo, es su manera del ver el mundo. El espectador no puede
sustraerse a ello. Lo que éste contempla ya no es una casa en Maine o un barco
en el Sena, no, es una casa que alguna vez existió en la “realidad” pero que ha
sido apartada de ella al ser sumergida en la luz (= el pensamiento) de Edward
Hopper. Esa luz por él inventada ciñe e ilumina los objetos, de tal modo que
esos objetos —una casa, un bar, una
estación de servicio— dejan de percibirse de la manera “normal” en que los
vería un transeúnte. Los objetos iluminados se impregnan de alma —ya no son
manifestaciones de sí mismos, sino del hombre que los ha pintado—, y esa alma
mantiene una relación desconcertante con la naturaleza o con aquello que pasa
por ser naturaleza. El agua en Hopper se transforma en elemento sólido. El
cielo se alza al fondo como una lámina vertical. Y hace que las casas se
alarguen. El agua del puerto está tan solidificada que parece hielo en el que
hubieran encallado los barcos. ¿Lo estoy viendo bien? ¿O acaso es mi propia
alma, tal vez de estructura idéntica a la de Hopper o influida por ésta, la que
ve todo más trágico de lo que es?
Office at night, 1950 |
Office in the night es el título de uno
de los cuadros. ¿Se encuentra el pintor en la habitación? ¿Mira por una ventana
situada más arriba, en un edificio contiguo? ‘Está colgado de la varilla de las
cortinas? ¿Está dentro de la pared? Es de noche. La lámpara de la mesa está
encendida. ¿Qué hacemos nosotros en la eternidad de esa oficina? El enigma de
la luz y el misterio de la mirada: una mirada que se substrae a toda lógica,
porque, como lo he escrito antes, la realidad representada en esos cuadros
demuestra que es imposible ver a esas personas. La intimidad, o lo que quiera
que ésta signifique, no es capaz de soportar de ninguna manera a una tercera
persona.
¿Qué ve entonces el espectador que no se
interesa por tales enigmas y que tampoco es sensible al mundo interior de
Hopper ni al “drama” representado en sus cuadros? Pues no verá gran cosa,
entiendo. Grandes lienzos de carácter realista ejecutados por un hombre que no
sabía pintar de manera especialmente “bonita”. Es obvio que quien mire de esta
manera ha perdido el tren.
Muy característico, en este sentido, es el
cuadro People in the sun. El título
es alegre, sí, pero el extraño grupo de gente inmóvil aquí representada parece
estar esperando a Godot mucho antes de que Beckett le pusiera un nombre. Los
personajes están tensos, como si se llevaran mal los unos con los otros, y
están sentados no precisamente frente al sol sino frente a un conjunto de
colinas azules que se alzan siniestras al fondo de una superficie plana de color trigueño. Jeroen Henneman, que
me acompaña en mi visita a la exposición, me señala una curiosa contradicción:
en algunos de los espacios de Hopper, los objetos sí proyectan una sombra,
mientras que las personas no. Es la manera que tiene el artista de excluir a la
gente. Es como si enclaustrara a las figuras humanas en su entorno sin darles
relieve. Ello contribuye a crear esa atmósfera solitaria e inhóspita tan
característica de los cuadros de Hopper. Incluso aquellas personas acompañadas
de otras están solas. Siempre reina el silencio y un ambiente de espera. El
pintor se atreve a dejar los espacios tan peligrosamente vacíos que sus figuras,
criaturas de reconcentrada soledad, quedan literalmente arrinconadas. En su
mundo aparentemente “natural” —de moteles, bares, habitaciones, galerías—, esos
personajes actúan en silencio: leen sentados en una cama o en una silla, inmóviles,
rodeados de objetos que viven una existencia tan aislada, sólida e
independiente como la que llevan ellos mismos: una maleta, una lámpara, un sombrero,
ausentes como objeto, presentes como especie. No hay nombres, hay personas. En
algunos cuadros no hay ya figura humana alguna. Ni falta que hace: sin nuestra
presencia el ambiente de amenaza persiste igual, como un algo, un elemento
autónomo, que se amenaza a sí mismo.
San
Luis (Menorca), 1 de julio del 2007
De El enigma de la luz
Traducción Isabel-Clara Lorda Vidal
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