Los poemas verdaderos no empiezan
con un sentimiento, no importa lo convincente que este sea, y claro que
sentimos una gran cantidad de cosas que nunca se convierten en un poema. Un
poema emerge cuando la tensión de que algo ha sido experimentado, sentido, o visto,
de repente libera una suerte de ansiosa agitación de palabras e imágenes. En
ese momento hay un misterioso cambio: la energía absorbida por la experiencia
misma ahora deviene otra completamente distinta, y todo lo que importa es resolver
el rompecabezas, la clase de laberinto en el que ciertas frases y cierto ritmo se
encuentran dispersos, como piezas de un juego de Scrabble.
¿Cuándo está terminado un poema? La
respuesta es, creo: cuando todas las tensiones se han equilibrado, cuando el
cambio de una sola sílaba afectaría la estructura del poema al punto de hacerlo
caer como una torre de naipes.
Del mismo modo en que debemos trabajar
«para que la respiración sea más profunda y se tensen los bordes de nuestro corazón»
cuando usamos o desechamos las metáforas que se nos cruzan durante un poema en
proceso, así también debemos trabajar para profundizar, e incluso darle aspereza
a la música que flota en la superficie de la conciencia.
Una puede decir «voy a escribir
una novela el año próximo», pero una no puede decir «voy a escribir un poema el
año próximo». El intelecto y el deseo no controlan la poesía en la misma
medida.
Varias décadas atrás, en la
biblioteca de la Universidad de Buffalo, Charles Abbott les pidió sus papeles
de trabajo a los poetas y armó una colección extraordinaria. Desde entonces,
otras bibliotecas siguieron el ejemplo y ahora es posible, para estudiantes de
diversas partes del país, explorar la mente de un poeta cuando trabaja, y
seguir la pista hasta la fuente de aquello que Marianne Moore denominó «el
sentimiento y la precisión, la humildad, la concentración y el placer» que deben
intervenir en la escritura de un poema.
Pero hay algo que ningún papel de
trabajo puede hacer evidente y debo empezar hablando de eso. Me refiero a la
disposición que precede a cualquier escritura. Alguien quizás tensione esta
idea lo suficiente como para decir que el aspecto formal de un poema, el
aspecto más artesanal, es solo un juego. El uso de determinadas palabras para
lograr determinados efectos no sería distinto a un crucigrama o a cualquier otro
juego de ingenio. Lo que muestran las hojas de trabajo sería la jugada en sí.
Lo que no pueden mostrar es que, si bien la poesía es lúdica, se trata de un
juego sagrado. Y en este punto, obviamente, la poesía difiere de modo radical del
crucigrama. Es algo más y algo distinto a un puro entretenimiento intelectual.
¿En qué consiste la «experiencia sagrada» del juego de la poesía? ¿No anida en
la experiencia que precede a la escritura? Porque la escritura de poesía es
antes que nada un modo de vida y solo de manera secundaria una vía de expresión.
Una casi podría decir que es una disciplina vital, una disciplina que se
mantiene para perfeccionar el instrumento experiencial —el poeta mismo—de modo
que pueda aprender a ponerse en perfecto estado de apertura y transparencia y
de ese modo, ir al encuentro de lo que aparece en su camino con una mirada
inocente.
El primer plano del poema es la
emoción específica o la imagen o el pensamiento en los que está interesado.
Pero el sustrato es todo lo que eres, lo que pensaste, sentiste y viste a lo
largo de tu vida. El subconsciente va a estar muy activo cuando te sientes y
empieces a bocetar tu texto. Algo de lo que aparezca será incongruente, flojo o
banal y es aquí donde la zona consciente de la mente comienza a trabajar,
seleccionando, puliendo; es decir, formulando lentamente con la mayor exactitud
posible lo que la reverberación musical nada más sugería. El proceso creativo
es una alternancia entre lo que es dado y lo que se hace con ese regalo.
El proceso creativo […] consiste
en ruptura y reconstrucción. Quizás tengas que romper tu poema para para
reescribirlo. El principiante se aferra a su poemita y no lo deja crecer. No
puede aceptar la destrucción inherente al proceso de crecimiento. Y, muy a
menudo, es incapaz de dejar que sus herramientas intelectuales colaboren con
sus dotes emotivas y sensuales.
Todo poeta atraviesa la
experiencia de luchar durante varias horas, descomponer y reconstruir, hasta
tener que admitir que todo el asunto es un estropicio. Se ha apresurado a
encontrar el foco, ha forzado el ritmo, no ha sido capaz de reconocer ciertas
señales que le decían «este es el verso con el que tienes que trabajar»,
eligiendo otro menos fructífero. Quizás haya arrojado lo valioso por la borda
para quedarse con lo residual. Todos hemos tenido esta experiencia, porque el
riesgo es muy grande.
El poema te hace mientras haces
el poema, y ese hacer requiere toda tu capacidad de pensamiento, sentimiento,
análisis y síntesis.
Los enemigos de la creación son y
siempre han sido la facilidad, el mero ingenio, la autoindulgencia y sobre todo,
el malentendido en torno a qué es la inspiración. Sé que estoy inspirada cuando
me transformo en una furia con suficiente nivel de autocrítica como para cavar
hacia aquello que quiero decir, podando muchas irrelevancias que florecieron en
la página durante la excitación del comienzo.
A veces una debe esperar un
tiempo largo antes de encontrar la forma. «No es la métrica», dice Emerson, «sino
una forma determinada de musicalidad intrínseca, haciendo de un poema un
pensamiento tan apasionado y tan vivo, que, como el espíritu de un animal o
planta, tiene su propia arquitectura». Algunos poemas son gestaciones internas,
nos persiguen, nos abruman, hacen su propio camino a través de un lento proceso
interno de refinamiento.
De Sobre la escritura (Salta el Pez Ediciones, 2023) Traducción de Ivana Romero
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