¿Cuándo, cómo surge aquello que
nos enferma? La palabra, o mejor dicho, el habla es —al principio de la vida—
desobediencia. Con el paso de los años, con la tarea de amansamiento y de adaptación
que se realiza sistemática e implacablemente sobre cada uno de nosotros, esa potencia
de revuelta del habla primaria se va perdiendo. Ciertos modos de vinculación
con la palabra —la poesía entre ellos— le devuelven ese carácter primero: el de
la insumisión.
¿Cuál es la enfermedad que a
todos nos atraviesa, más allá de las historias personales? Aprender desde muy
temprano a aceptar lo injusto, lo cruel, lo violento, aprender a establecer un
sistema de jerarquías: dónde depositaremos el odio, quién o quiénes no serán
nunca merecedores de amor o compasión. Eso es lo dado, lo que entendemos como natural,
aunque de natural no tenga nada. Ese es el discurso del Amo, monstruoso,
dañino, incluso letal a veces, el discurso que creemos propio y es dictado, el
que hay que desactivar para que advenga otro que no esté montado en el odio y
el miedo. Estoy convencida de que si la poesía no es desobediencia, si no es
cuestionamiento de lo dado, no es nada. O mejor dicho, es otra herramienta de alienación,
de sometimiento, mera repetición de un discurso que aniquila la vida, o
digámoslo claramente: mero palabrería que sostiene un edificio ya
suficientemente provisto de materiales que lo sostengan.
Las historias que contamos en los
poemas no son idénticas —a veces son opuestas— a las historias que contamos acerca
de nuestra vida como si fuera cierta y no la construcción que es, la farsa que
es, la fachada que nos permite movernos por el mundo, la fachada del yo soy, yo pienso. La poesía, como dice
Juan L. Ortiz, rompe la función
comunicacional del lenguaje, y para hacer eso tiene —necesariamente— que
anclar en zonas pantanosas: el sueño, el inconsciente, la infancia, lo que desconocemos
de nosotros mismos, lo que deseamos sin saber que lo deseamos, lo que tememos
sin saber que lo tememos. Tiene que anclar en el cuerpo.
Lejos de ser un acto intelectual,
la escritura es esa violencia que se siente físicamente, no es algo que hacemos,
es algo que ocurre, que le ocurre a nuestro cuerpo, como la enfermedad, como la
cura, algo que se produce como un fenómeno climático, como una inundación o un alud,
con esa misma potencia y sin que medie una voluntad capaz de decidir cuándo
llega, cuánto permanece, cuándo se va, qué deja en pie, qué demuele.
Tendemos a identificar el momento
en que escribimos un poema con el momento en que comienza la escritura. Pero
¿es el acto de escribir lo mismo que la escritura? Creo que la escritura es
mucho más que la acción concreta de escribir. Un poema puede comenzar muchos
años antes de su escritura. Porque un poema nunca es propio, nunca nos
pertenece. Escribe Mary Oliver: ningún poema trata sobre uno —o alguno— de
nosotros. El poema forma parte de un largo documento sobre la especie. Cada
poema trata sobre mi vida, pero también sobre la tuya, y sobre cien mil vidas
que están aún por venir. Que lo escribiera una persona no es ni de lejos tan
importante o interesante como el hecho de que nos pertenezca a todos. Un poema
—dije antes— es una conversación, y no sólo una conversación que entablamos con
quien eventualmente lo leerá. Es también una conversación con nuestras lecturas,
con los muertos, con los ancestros, con los seres amados, con los desconocidos,
con todo lo que existe, animado e inanimado, con nosotros mismos pero no como
entidad separada: nosotros mismos como indiscernibles de lo otro que nos
constituye y nos moldea. Esa conversación se materializa en el acto de
escribir, pero no podemos saber cuándo se ha iniciado, y definitivamente puede continuar
mucho tiempo después de que haya sido escrito el poema que intenta traducirla,
puede continuar hasta nuestra muerte y más allá.
De Curar y ser curados. Poesía y reparación (Las Furias, 2022)
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