En la niñez perdí dos patrias: perdí la ciudad
donde nací, y en la que antes de mi venida al mundo habían vivido numerosas
generaciones de mi familia, pero también, con la llegada del estilo soviético
de gobierno, se me privó del fácil y de algún modo natural acceso a la
evidencia universal de la verdad. Necesité luego muchos años para volver a la
corriente principal dela vida, para admitir las más elementales certidumbres,
esas que sólo los locos y los farsantes ponen en duda.
El escritor que lleva un diario íntimo anota en
él lo que sabe. En el poema o en el relato anota lo que no sabe.
Había perdido dos patrias, pero buscaba una tercera: un lugar
para la imaginación, un territorio que me permitiera encontrar una salida para
mi aún no del todo clara necesidad artística. Había perdido una ciudad real, y
necesitaba una ciudad de la imaginación. Relativamente tarde –más que en el
caso de otras personas– escogí la poesía como campo de mis búsquedas
Lo que más amenaza a los poetas no son ni las violentas arremetidas
de los propagandistas puritanos, ni los ataques salidos de las plumas de sus
hermanos-novelistas; tampoco logrará hacerles mucho daño la aversión de los
jansenistas ni la ira de esos filósofos para quienes los poemas son obra de una
musa demasiado frívola. Lo más peligroso es la indiferencia, la ilimitada
indiferencia de los pasajeros de los trenes suburbanos y de los fanáticos
adictos a la televisión. Lo peor es cuando nadie escribe panfletos contra la
poesía.
En la niñez, algunos árboles susurraban incluso en los días
sin viento.
Johann Sebastian Bach tuvo, si bien recuerdo, veinte hijos de
dos matrimonios (sólo parte de ellos alcanzó la edad adulta, como era normal
antes de la llegada de nuestra higiénica época). Un contemporáneo nuestro,
Glenn Gould, que quería interpretar bien las obras de Bach, se condenó a una
completa soledad.
En una cafetería de Paris cuelgan de la pared fotografías de
la torre Eiffel en el proceso de su construcción: al principio, sólo se ven
cuatro enormes patas, que surgen de la tierra; luego, un informe armazón,
interrumpido sin consideración por la cintura. Por último, en su mismo extremo,
aparece la pequeña cabecita de esta gigantesca mantis.
El que yo debutase como poeta con una poesía airada,
política, dirigida contra el sistema, a veces me irrita; hace ya tiempo que he
dejado de conceder valor a ese tipo de poemas. Comprendí que la poesía está en
otra parte, más allá de las inmediatas luchas partidistas, e incluso más allá
de la rebelión –aun la más justificada– contra la tiranía. Y, sin embargo,
seguramente no se podía actuar de otra manera, entonces, a finales de los años
sesenta y en los setenta. Nosotros mismos –ahora pienso en “nosotros”, jóvenes
poetas que debutábamos entonces, mis coetáneos– estábamos infectados de algunos
tóxicos del sistema. Echo una ojeada a mis notas de entonces y encuentro en
ellas un exagerado interés por las lecturas de izquierdas –estudié, por
ejemplo, a Gramsci, al que se consideraba un comunista ilustrado– y por los
lugares comunes. En algunos momentos, lograba liberarme de ellos, pero resultó que
fui su víctima. El que escribe debería examinar con atención a los idiotas de
izquierdas y de derechas. El poeta es centrista de nacimiento; su parlamento se
halla en otra parte, se sientan en él también los muertos, no sólo los vivos.
Ayer, en casa de unos amigos, conversación breve sobre el
envejecimiento. Uno de nosotros dejará atrás en breve su sesenta cumpleaños y
está triste precisamente por ese motivo. Se habló de la juventud y de cómo la
comercialización en el arte, por ejemplo en el cine, exige juventud. Alguien ha
escrito el guion de una película cuya protagonista, que está viviendo una
intensa historia de amor, tiene treinta y siete años. Para el productor, es
demasiado: máximo, treinta y cuatro, exige.
Pero envejecer no
es una tragedia, a condición de que la mente no se entumezca, no se aburra del
espectáculo del mundo y no reniegue de la curiosidad. A los jóvenes y a los viejos
no los separa ningún abismo. El verdadero abismo se abre entre los vivos y los
muertos. Y todavía es mayor entre los que nunca nacieron y nosotros, que hemos
conocido el sabor de la existencia.
Una de las
propiedades más insólitas de la lengua es su capacidad de enunciar –aunque sólo
de manera aproximada, alusiva– que el mundo está edificado al borde de un
precipicio, que no es sólido y seguro, que no tiene fondo ni base. Imaginémonos
que esa misma vertiginosa inestabilidad del mundo quisiera expresarla por
ejemplo la arquitectura; los arquitectos tendrían que levantar casas
inclinadas; más aún: bien mirado, deberían proyectar edificios que se
derrumbasen a una hora predeterminada con exactitud, o también excavar galerías
en dirección a las profundidades de la Tierra, sin más objeto que mostrar a la
gente –por aproximación– qué es un abismo. O si los que fijan los horarios de
circulación de trenes quisieran mostrar a la sociedad la fisura metafísica de
nuestra vida, tendrían que aspirar a que los trenes colisionaran regularmente,
y que los puentes con vías volaran por los aires. Los pintores deberían horadar
el lienzo; los zapateros, instalar en los zapatos pequeñas pero infalibles
bombas. En cada uno de los restantes ámbitos, los intentos constituirían un
sabotaje repugnante. Los médicos harían que sus pacientes empeorasen (por
desgracia, así ocurre con frecuencia). Incluso en la música, el férreo rigor de
las estructuras no permitiría la introducción de un timbre de alarma, la
señalización del precipicio. Sólo la lengua puede acoger en su seno al saboteador,
sin por eso convertirse en agente de destrucción, y familiarizarnos con aquello
que no permite familiaridad alguna en absoluto.
De En la belleza ajena (Pre-Textos, 2003)
Traducción de Ángel E. Díaz-Pintado
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