El yugoslavo murió como un geranio
en el hospital del empleado.
Veinte años en Lima y un pulmón
enfermo,
un corazón enfermo, una pierna
enferma.
Y
dos ojos, y dos ojos:
una palabra después de dos semanas
de silencio y un brazo recordando,
una pierna recordando, medio cuerpo
recordando.
Quieto, parado de cabeza, en
silencio, en la sombra,
en el cuarto acompañado de silencio
y enfermedades;
dos semanas sin abrir la boca
tendido de largo a largo.
Y
qué lejos y qué lejos:
nos recordaba nuestros brazos de
cemento,
nuestra mirada de hierbas confusas.
Y
qué lúcido y qué lúcido:
cómo nos miraba en silencio con la
boca abierta.
Y sabe Dios si nos miraba o ya
acariciaba la espalda del diablo.
Y qué tierno cuando recordó la
vida, su edificio en el Centro,
sus matinées en el Tauro, los
tallarines y el puro del domingo;
cuando abría las ventanas a la
tarde recostada en la distancia.
Y nos quería tanto. Veinte años en
Lima en el mismo edificio,
en la nueva tierra como solía decir
cuando estaba contento.
Veinte años de comerciante y
acostumbrarse a conversar con nuevos amigos,
¡y
allí está!,
tendido y quieto, tendido y
enfermo, tendido sin mover un brazo y un deseo.
Y nos recostábamos sobre su medio
cuerpo,
yo de una pierna, mi madre de un
brazo
calentando su medio pulmón con
nuevos aires sobre su boca caliente,
y abrimos sus ventanas y
desabrochamos sus recuerdos, semana a semana,
hasta que nos habló como en los
viejos días. Y nos miraba.
Y besó a mi madre largamente.
Y me tuvo de la mano hasta que vino
la noche.
Y le traje sus canciones del
ropero, sus discos rayados de Yugoslavia,
fui corriendo y olvidé despedirme
por última vez, decirle cuánto lo quise,
y hoy domingo, me dijeron que el
yugoslavo había muerto,
como un geranio en el hospital del
empleado.
De Ventanas y habitaciones. 1969-1972 (Paracaídas editores, 2014)
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