LOS POEMAS PROMETIDOS
Estos son los poemas que Huidobro y Francisco del
Valle me corrigieron. Estos son los poemas que
el Carlitos de Rokha y Gustavo Ossorio me
corrigieron juntos. Estos son los poemas que Olga
Acevedo y Victoriano Vicario me corrigieron
después de mostrárselos al Pancho Véjar.
Estos son los poemas que Lucho López-Aliaga
me dijo en el Panamericano que mejor los
tirara por el water y me tomara a cambio
una pílsen: estos son los poemas que Germán me dijo
que mejor me los metiera por el culo porque era
pésimo
como persona en primera persona. Estos son
los poemas que el David me dijo que mejor los
leyera de nuevo, que mejor volviera a respirar
y terminó pidiéndose la próxima (Cerro San
Cristóbal,
más Sergio Valero): estos son los poemas que el
Javier siempre ha rechazado, estos son los poemas,
estos son los poemas, estos –y no otros: son los
poemas.
LA POESÍA ES LO QUE SE PIERDE EN LOS PUEBLOS CHICOS
Vivo en un poema de Robert Frost
del que nadie ha salido todavía.
Siempre quise escribir poemas
como los de Hinostroza, pero
terminé escribiendo como los míos.
Hubiera querido que alguna muchacha
entrara a una tienda de París
para convencerla de que hiciéramos
el amor tendidos sobre los pastos
que rodean algún castillo de esos
reyes cuyos nombres desconocemos
por parejo. Pero sólo he podido
hacer clases y caer rendido
a los pies de una mesera
en el bar más torrante de
Santiago-centro, allí donde nos
confundieron con los peruanos recién
llegados
que es lo más cerca que estuve alguna
vez
de la poesía de Hinostroza.
Sin embargo vivo en un poema
de Robert Frost, en un pueblo
cuyo alumbrado público
ha sido el tema de otros profesores
de college, enmarañados como
el abajo suscrito en lo que pudimos
recoger de la resaca neoliberal: no
debiera
poner así las cosas, pero los años
dorados quedaron tan atrás como
los años locos que alguna vez
nos ofrecieron. Los faroles
viven de la energía eléctrica
generada por el carbón de las
minas de otro estado.
Nosotros de los faroles
que en lugar de la historia
nos han absuelto.
OSCURO COMO LA TUMBA
(Acción de arte, Cine Arte
Alameda,
1999)
Cuatro tipos sentados en cuatro sillas
haciendo un semicírculo. Simulan
ser una
familia. Al frente de ellos hay
cuatro cadáveres
de gatos, crucificados y conectados a un interruptor
en la mano de cada uno de los individuos. En
cuanto la familia empieza a discutir, los ataques
mutuos se traducen en apretar el interruptor,
darle una sacudida eléctrica al gato que representa a
alguno de los aludidos, quien simula sufrir en su
propio cuerpo la descarga eléctrica.
A medida
que la conversación (y las descargas) aumentan su
intensidad, los cadáveres se van, literalmente,
quemando. En el paroxismo de la
disputa, el
padre se levanta y con una sierra –también
eléctrica– descuartiza a la madre (i.e., al
gato que la representa). Luego
el hijo hace lo propio con
el padre. Por último la
hermana menor completa el cuadro
asesinando al parricida –permaneciendo
como la única sobreviviente. Al
salir, son como las dos de la mañana
pero hay mucha gente en la calle de
ese sábado, nadie entiende nada.
Algunos
en su incredulidad se van riendo.
Otros
comentan que eso no es arte y más bien
parecen indignados. Yo fui solo
y
salí solo.
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