LOS
NOMBRES DE LOS MUERTOS
Los
niños deberían aprender a leer y a escribir no por medio de sustantivos (casa,
mamá, árbol, montaña), sino de nombres: Luis, Susana, Juan, Filiberto. Si digo
montaña, todo el mundo sabe de lo que hablo, imaginará una montaña y hasta
podrá dibujarla, pero si digo Patricia, la gente preguntará: ¿Qué Patricia? Tan
palabra es Patricia como montaña, tan existentes son las Patricias como las
montañas, pero mientras todas las montañas se parecen entre sí, y por eso
pueden dibujarse, ninguna Patricia se parece a otra. Aprender a escribir con
vocablos que carecen de un referente preciso, que no remiten a ningún objeto y
a ninguna idea y que, como las piedras de los ríos, han perdido su significado
a fuerza de tanto frotamiento, les enseñaría a los niños a valorar el
sinsentido de las palabras, a repetirlas sin más, con perplejidad o alegría, lo
que afinaría su capacidad conjetural, idiomática y, de paso, su oído. Y para no
caer en el abstraccionismo y dotar a los nombres de una seriedad fuera de toda
duda, ahí están los nombres de los muertos. Las clases de escritura se
trasladarían a los cementerios, donde los niños se pasearían entre las tumbas
para deletrear y memorizar los nombres de los difuntos. Nada como esos nombres
grabados en las lápidas (los más puros que hay, porque con ellos ya no se llama
a nadie) para intimar con el sonido de las palabras, ese sonido que los
actuales métodos de enseñanza de la escritura, basados enteramente en la
equivalencia del signo escrito con la cosa que representa, subordinan demasiado
pronto a la tiranía del concepto. Nada mejor que ellos, que resplandecen como
una cosa autónoma conforme se apaga la memoria del difunto, para probar la
arbitrariedad del lenguaje y recordarnos que, a pesar de la palabra montaña,
ninguna montaña se parece a otra, que todo es diferente de todo y que la vida
está hecha de nombres propios. Sólo esos nombres, al no tragarse la mentira de
la equivalencia y de la semejanza, nos proporcionan a base de lenguaje la
salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo.
VERSO
Y PROSA
La
mayor diferencia entre la prosa y la poesía no radica en una cuestión de ritmo,
de música o de mayor o menor presencia del elemento racional. En estos rubros,
en contra de la opinión corriente, prosa y poesía son iguales. La verdadera
diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escribir un poema, y
es verso a verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por
línea. El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están
escribiendo; el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene
ocupado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo toma de
sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en
consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se reafirma a cada
paso, en cada verso. Siendo en mucha mayor medida que la prosa un arte de la
escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de concebir
el siguiente, y por eso carece de expectativas. La prosa, en cambio, es
industriosa. Se dirige hacia un punto, todo lo nebuloso que se
quiera, pero real. Como un hombre que avanza por un sendero en medio de una
espesura sofocante, no puede ver más allá de unos cuantos metros, pero algo ve;
la poesía es como un hombre en una cueva oscura, que antes de dar el siguiente
paso debe afianzar ambos pies y encomendarse a Dios. En esto radica su mayor
dificultad, pero también su condición más indolora con respecto a la prosa, que
es dolorosísima, porque al admitir cierto grado de planeación, nunca se deja
abandonar por completo y absorbe a su autor aun cuando éste no escribe,
mientras que el poeta, no pudiendo planear nada, cuando interrumpe su poema
para dedicarse a otra cosa, lo olvida fácilmente y no lo recuerda hasta el
momento en que lo reanuda. La prosa es tiránica e implacable, pero juega
limpio; la poesía es huidiza y engañosa: no concede nada, no promete nada. El
último verso de un poema sella algo que un segundo antes no existía. No hay
pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en un sentido, es inconclusa.
SURCOS
Para
huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años escolares
trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la cruzaba
de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para que
ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las
líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se
convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada
de caminos. Tenía cuidado de lograr una profundidad pareja en todos los trazos,
ya que el juego consistía en agarrar el lápiz y, casi sin ejercer presión
alguna, deslizarlo por la hoja para que la propia carretera me guiara por su
laberinto de desviaciones y ramales. Era preciso no ahondar en ningún trazo y
dejar, por así decirlo, que el surco decidiera. Cuando lo conseguía, el lápiz
parecía viajar solo, impulsado por los surcos y no por mi mano. Debe de haber
sido mi primera experiencia de lo que llamamos inspiración. Iba descubriendo en
cada “viaje” la ruta más secreta entre todas las rutas posibles, pero no tan
secreta como para que no fuera susceptible de modificarse en algún punto
particularmente blando, en alguna desviación de hondura menos pronunciada. Así,
cada trayecto era distinto del anterior, siempre y cuando el pulso se
mantuviera ecuánime, pues bastaba un descuido, un aumento imperceptible de la
presión sobre el lápiz, para que prevaleciera un único recorrido, una sola
verdad sobre la pluralidad de caminos. Ignoro en qué medida ese pasatiempo
contribuyó a mi inclinación por la escritura y qué tanto me proveyó de un
método para, varios años después, escribir cuentos y poemas, pero seguramente
en algo contribuyó a que entendiera que también la escritura es una cuestión de
pulso, de no forzar la red de caminos, de ponerse en la condición de ser guiado
por una huella sinuosa y comprobar que escribir es descubrir esa huella y que
basta ejercer un poco más de presión de lo debido e intervenir un poco más de
lo necesario, para quedar preso en un solo surco y repetir lo ya dicho.
De El
idioma materno (Sexto Piso, 2014)
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