Al arte más extremadamente
experimental (por ejemplo un ballet que consista nada más que en arrancarle una
por una las hojas a una planta), el que exhibe su originalidad con el descaro
provocador del absurdo y lo gratuito, se lo ve, no sin razón, como producto del
capricho individual, del juego de las formas practicado en la intimidad de la
voluntad artística, desinteresado de la realidad histórica en la que vive su
autor.
Y sin embargo
esa exacerbación de la originalidad actúa exactamente del mismo modo que la
válvula que hace histórica a la Historia. Una vez que se lo ha hecho ya no se
lo puede volver a hacer. Lo vuelve irrepetible porque su esencia y su
existencia es la irrepetibilidad, y no tiene otra cosa. Igual que los hechos
que suceden en el tiempo.
Siempre he pensado que la magia,
a despecho de sus atractivos inmediatos, no es de fiar, por precaria, prendida
con alfileres. Sus dones, así como se dan se pueden quitar, puesto que no
obedecen a las leyes sólidas y reconocidas de la naturaleza. De hecho, creo que
su reverso latente es la pesadilla. Supongamos que le pido a un agente mágico
la capacidad de cantar, y una voz maravillosa, y me lo concede. Hago una
carrera fulgurante en el mundo del bel canto, una noche estoy dando un recital
en un gran teatro, lleno de melómanos... ¿Qué le impide quitarme el don que me
ha dado graciosamente, en ese preciso momento como podría ser en cualquier
otro, y hacerme pasar el papelón más grande de mi vida? Que la suspensión se
haya producido en el peor momento puede atribuirse al azar o la mala suerte.
Porque, como digo, podría haber sido en cualquier otro momento, ya que a una
causa sin causa real no se le puede pedir puntualidad en los efectos. Eso yo lo
sabía de entrada, y mi supuesta carrera de éxitos como cantante habría debido
hacerla con el corazón en la boca, con esa espada de Damocles pendiendo sobre
mí en cada presentación en público. Conociéndome, sé que no habría podido resistir
la tensión; habría preferido no exhibir mi don, cantar para mí, encerrado en mi
casa, solo, cuidándome de que no me oyera nadie. Mi maravillosa voz mágica
habría sido un secreto.
¿Por qué no existe, ni existió
nunca, el ensayo “de vanguardia”? Todas las innovaciones, experimentaciones,
rupturas, provocaciones, se hicieron sobre la poesía o el relato; el ensayo
apenas si aceptó algunas tímidas modificaciones, superficiales, como
aproximarse al poema en prosa (o, al revés, escribirse en verso como hizo Pope)
o aproximarse al relato, y en este caso al relato más convencional. Su única
relación con vanguardismos fue explicarlos o justificarlos o promoverlos desde
un formato nada vanguardista. Quedó preso de la Razón y el sentido común, lo
que no puede sorprender porque es su razón de ser. Cuanto más se reinventaba la
literatura, menos podía hacerlo el ensayo, porque su función era dar cuenta,
hacia el exterior de la literatura, de esas reinvenciones, y cuanto más
avanzadas fueran éstas, más convencionalmente claro debía ser el ensayo para
darse a entender.
Alguien dijo que el
ensayo es la “piedra de toque” para evaluar la calidad intelectual de un autor.
En efecto, en la poesía o el relato hay demasiados subterfugios para disimular
carencias, mientras que en el ensayo la inteligencia y el conocimiento y el
talento del autor están al desnudo. Es cierto, o al menos es convincente, pero
el escritor al desnudo no es todo el escritor. Esos subterfugios y
ocultamientos son parte integral del trabajo literario. El ensayo es la piedra
de toque de lo que el escritor no es, no de lo que es.
Todas las religiones afirman que
hay alguna clase de vida después de la muerte. Al parecer es lo que define a
una religión o la distingue de filosofías o sabidurías o ascetismos. Y es una
de las cosas que más me disgustan de la religión, esa negación timorata de la
muerte como lo que realmente es, una aniquilación completa y definitiva. Me
disgusta no sólo por la cobardía que refleja y por la frívola necedad de
reemplazar un hecho clamoroso de la realidad por una ilusión sin ningún
fundamento, sino por algo que encuentro mucho más grave; por excluir al hombre
del orden de la naturaleza. El fenómeno histórico de la vida, al que le debemos
todo, no existe sin la muerte. Pretender exceptuarnos, en razón de un
privilegio tan dudoso como el espíritu o la conciencia, me parece un
sacrilegio, o peor: una deslealtad con el resto de los seres vivos (y no
excluyo a las moscas ni a los árboles).
Una de las características más
distintivas del arte de los locos es el horror vacui. Llenan hasta el último
milímetro de la superficie con trazos, formas, colores. Es la obsesión, la
persistencia, del loco. No exclusivas del verdadero loco, también de una rama
de neuróticos, y de los salvajes, y de los niños (algunos niños).
Ahora, lo que yo me
pregunto: ¿el novelista no hace lo mismo, con las palabras? ¿No llena cada
página, infatigable y obsesivamente con palabras? Nunca lo pensamos, porque no
vemos al libro, quizás por la distribución del texto en páginas (con verso y
reverso) como el objeto material que es.
De Continuación de ideas diversas (Jus, 2017)
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