Los
siguientes fragmentos pertenecen a Las
clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015), libro de apuntes y
notas tomados por Liliana Villanueva tras asistir durante diez años al taller
de escritura de Hebe.
Escribir
es una artesanía extraña donde es necesaria e imprescindible la conexión con
uno mismo, ya que el que va a escribir debe aprender a acompañarse, a
desdoblarse de alguna manera siendo a un mismo tiempo el personaje que siente y
el otro, el que observa a ese que siente o que está viviendo algo. La conexión
con uno mismo es importante, porque si yo soy una bronca permanente o un rencor
o un odio, yo soy una pasión en estado vivo y por lo tanto, no puedo
cualificarla, ni puedo definirla, ni puedo acotarla, ni puedo criticarla. Si
tengo un rencor eterno no puedo escribir sobre eso porque soy yo un rencor, soy
yo una bronca. Entonces, debo pararme y mirar.
Al escribir tiene que haber un
momento de vacilación, debo saber y no saber adónde voy, para que el texto sea
como un viaje y para que ocurran novedades en el trayecto, que es lo mejor que
puede pasar. Si ya sé adónde voy, si me encierro en la consecución de mi meta,
no me va a ocurrir nada interesante.
Si tengo un sentimiento debo
profundizarlo, no quedarme en la superficie. Estoy cansada, por ejemplo, pero
¿cómo es la cualidad de mi cansancio?, o ¿de qué manera particular uno se cansa
de sí mismo? Si la observación o la percepción no está acabada, completa, me
abstengo de escribir, porque lo que escriba va a traicionar la idea que tengo
del tema. Si, por ejemplo, escribo en un cuento que estoy enamorada, todo el
mundo tiene una experiencia de estar enamorado, pero con esa parte del pliegue
o del desdoble yo miro la cualidad de mi enamoramiento, es decir, qué detalle
concreto es propio de ese sentimiento. Todo el mundo se ha enamorado alguna
vez, pero todos los amores son distintos, particulares. Y la literatura es lo
particular, son los detalles.
Decía Horacio Quiroga: “No escribas
bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz de
revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”.
Desde la tragedia griega, todo cuento
empieza con un “pero”. La tragedia es la matriz del cuento. En todo héroe hay
una contradicción, un conflicto. Prometeo era amigo de los hombres y el ladrón
del fuego que provoca la ira de Zeus, que al final lo perdona, no por justicia
sino por orgullo. A Ajax, el gran guerrero, le ofrecen la ayuda de los Dioses
pero él responde: “así cualquiera, yo lo haré solo”, con el resultado de que la
omnipotencia se castiga con la locura. Cuando un personaje se vuelve llano, se
aplasta el relato. Si no hay un “pero”, no hay cuento, no hay literatura.
Lo primero que tiene que saber el que va a escribir es cuál es su meta,
con qué material se debe meter o puede meterse. Cada uno debe saber cuáles son
sus limitaciones, decirse: no me puedo meter con este material, porque no lo
puedo manejar. No todos los materiales son para mí. Yo debo saber que un tema
me va a convocar y que se va a imponer sobre todos los demás. Es como elegir
cualquier otra actividad de la vida. Como con un vestido: puede gustarme, pero
yo sé que no me va a quedar bien. O como cuando voy a un restaurante, hay de
todo pero tengo que elegir lo que a mí me gusta o lo que deseo comer o lo que
puedo pagar del menú.
¿Por qué hacemos juicios rápidos?
Porque nos da angustia mantenernos en la duda. Para escribir, el juicio rápido
no sirve. Si yo digo de un personaje “es un aparato”, no digo nada, tengo que
especificar qué clase de aparato es. Si digo “me molesta”, “no me gusta”, “no
existe”, o “me molesta porque existe” o “es un fantasma”, lo niego, son
expresiones rápidas que no definen al personaje. Para escribir debo mantenerme
en una duda razonable, quedarme un poco antes del concepto, de la crítica, del
juicio rápido.
Un alumno del taller escribió sobre
su abuelo: “lo veo podando el cerco”. Esa es una visión idealizada y
sentimental del abuelo y el apego no sirve para escribir. ¿Cómo, de qué manera
podaba el cerco el abuelo? “Mi madre amasaba el pan cada día” es otra generalidad,
hay millones de madres que han amasado el pan, pero ¿de qué forma?, ¿qué olores
yo percibía cada día?, ¿de qué manera particular amasaba mi madre el pan?
Siempre debo ir a lo particular para escribir.
Al escribir no hay que dar mucha
información, hay que eludir, sugerir, no explicitar. Hay que ponerse en la
escritura, no dar una muestra de lo que puedo o soy capaz de hacer y listo. Se
trata de entrar más en el sujeto que piensa, siente, hace, sin temor a ser
sentimental o ridículo. Si no queda bien, después se poda.
No debemos engolosinarnos con las
palabras, ni con los adjetivos redundantes, ni con las frases importantes. Al
escribir no hay que quedarse en un concepto, hay que quedarse a unos pasos del
concepto, un poco antes, sin llegar a él. Hay que darse tiempo y no cerrar.
Ahí, en ese lugar antes del concepto, está la literatura, lo que nos hace ver,
lo que abre ventanas. Ahí y no en la frase conclusa, inteligente, pedante. Hay
que desconfiar de las frases hechas, de los lugares comunes y de los conceptos
terminados.
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