La construcción es el arte de configurar un
todo con sentido a partir de muchas particularidades.
Creo que, en el contexto de un objeto arquitectónico, los materiales pueden adquirir cualidades poéticas si se generan las pertinentes relaciones formales y de sentido en el propio objeto, pues los materiales no son de por sí poéticos.
Creo que, en el contexto de un objeto arquitectónico, los materiales pueden adquirir cualidades poéticas si se generan las pertinentes relaciones formales y de sentido en el propio objeto, pues los materiales no son de por sí poéticos.
Amo la música. El lento fraseo de los
conciertos de piano de Mozart, las baladas de John Coltrane, el timbre de la
voz humana en ciertas canciones me son muy cercanos.
La capacidad humana de inventar melodías,
armonías y ritmos me deja estupefacto.
No obstante, el mundo de los sonidos abarca
también lo contrario de la melodía, la armonía y el ritmo; aparte de los
sonidos meramente funcionales que llamamos ruido, conocemos desarmonías y
ritmos quebrados, fragmentos y apelotonamientos de sonidos, elementos con los
que trabaja la música contemporánea.
Creo que la arquitectura contemporánea debería
disponer un plan tan radical como la nueva música, aunque poniéndole límites a
ese imperativo. Cuando la composición de un edificio se basa en desarmonías y
fragmentaciones, en una secuencia de ritmos rotos, clustering y quiebres
estructurales, si bien es verdad que esa obra puede transmitir mensajes, la
curiosidad se disipa con la comprensión del enunciado, y la que queda es la
pregunta sobre la utilidad del objeto arquitectónico para la vida práctica.
La arquitectura tiene su propio ámbito
existencial. Dado que mantiene una relación especialmente corporal con la vida,
en mi opinión, al principio no es mensaje ni signo, sino una cobertura y un
trasfondo de la vida que junto a ella ocurre, un receptáculo sensible para el
ritmo de los pasos del suelo, para la concentración del trabajo, para el sosiego del sueño.
El dibujo arquitectónico intenta traducir en
imagen, del modo más preciso posible, la irradiación del objeto en un
determinado lugar. Pero justamente el empeño puesto en esta representación
puede dejar sentir con especial claridad la ausencia del objeto real, lo que
conlleva que se manifiesta la insuficiencia de toda representación, así como
una curiosidad por la realidad prometida en esa representación y, quizá también
en el caso de que lo prometido nos conmueva, el deseo ardiente de que se haga
presente.
Los detalles deben expresar lo que exija la
idea fundamental del proyecto en su lugar correspondiente: copertenencia o
separación, tensión o ligereza, fricción, solidez, fragilidad.
Los detalles, cuando salen bien, no son decoración.
No distraen, no entretienen, sino que conducen a la comprensión del todo, a
cuya esencia necesariamente pertenecen.
La presencia de determinado edificios tiene,
para mí, algo secreto. Parecen simplemente estar ahí. No se les depara ninguna
atención especial, pero sin ellos es casi imposible imaginarse el lugar donde
se erigen. Estos edificios parecen estar fuertemente enraizados en el suelo.
Dan la impresión de ser una parte natural de su entorno, y parecen decir: “Soy
como tú me ves, y pertenezco a este lugar”.
Despierta toda mi pasión poder proyectar
edificios que, con el correr del tiempo, queden soldados de esta manera natural
con la forma y la historia del lugar donde se ubican.
Con cada nuevo edificio se interviene en una
determinada situación histórica. Para la calidad de esta intervención, lo
decisivo es si se logra o no dotar a lo nuevo de propiedades que entren en una
relación de tensión con lo que ya está allí, y que esta relación cree sentido.
Para que lo nuevo pueda encontrar su lugar nos tiene primero que estimular a
ver de una forma nueva lo preexistente. Uno arroja una piedra al agua: la arena
se arremolina y vuelve a asentarse. La perturbación fue necesaria, y la piedra
ha encontrado su sitio. Sin embargo, el estanque ya no es el mismo que antes.
Los edificios que nos impresionan siempre nos
transmiten un sentimiento fuerte de lo que es su espacio. Rodean, de un modo
peculiar, ese misterioso vacío que llamamos espacio y lo hacen vibrar.
Estos tiempos de transformaciones no permiten
grandes gestos. Son pocos los valores comunes que todos aún compartimos y sobre
los cuales se puede construir. Por tanto, soy partidario de una arquitectura de
razón práctica, que surja de aquello que todos nosotros aún podemos conocer,
entender y sentir.
Si un proyecto bebe únicamente de lo existente
y de la tradición, si repite lo que su lugar le señala de antemano, en mi
opinión, está falto de la confrontación con el mundo, la irradiación de lo
contemporáneo. Y, si una obra de arquitectura no nos cuenta sino del curso del
mundo o de lo visionario, si hacer oscilar en ella al lugar concreto donde se
levanta, entonces echo de menos el anclaje sensorial de la construcción a su
lugar, el peso específico de lo local.
Hay una acción recíproca entre nuestros
sentimientos y las cosas que nos rodean. Como arquitecto debo confrontarme con
todo esto. Trabajo en las formas, en las figuras (la fisonomía), en las
presencias materiales que integran nuestro espacio vital. Con mi trabajo contribuyo
a que aparezcan las circunstancias reales y creo determinadas atmósferas en el
espacio que hacen que se despierten nuestros sentimientos.
La arquitectura es siempre una materia
concreta; no es abstracta, sino concreta. Un proyecto sobre el papel no es
arquitectura, sino únicamente una representación más o menos defectuosa de lo
que es la arquitectura, comparable con las notas musicales. La música precisa
de su ejecución. La arquitectura necesita ser ejecutada. Luego surge su cuerpo,
que es siempre sensorial.
Entre la puesta de sol y el amanecer nos
orientamos con las luces que nosotros mismos producimos y encendemos. Esas
luces no son comparables con la luz del día; son demasiado débiles y flojas,
con sus intensidades centelleantes y sus sombras, que se difunden con tanta
rapidez. Pero si no pienso en esas luces que nosotros mismo fabricamos como un
esfuerzo por suprimir la noche, sino que intento pensarlas en el seno mismo de
la noche, como una acentuación de la misma, como lugares íntimos de luz en
medio de la oscuridad creados por el hombre, entonces se vuelven hermosas y pueden
desarrollar su propio encanto. ¿Qué luces queremos encender en el periodo que
va entre la puesta de sol y el amanecer? ¿Qué queremos iluminar en nuestras
casas, en nuestras ciudades y en nuestros paisajes? ¿Cómo y durante cuánto
tiempo?
De Pensar la arquitectura (Gustavo Gilli, 1998)
Traducción de Pedro Madrigal
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