BIOGRAFÍA
Me
llamo Emily. Nací en Nueva Inglaterra, un 10 de diciembre muy blanco y altivo,
y otra vez blanco. Mi padre nos leía la Biblia con ojos de Pentateuco,
afirmando que ese libro, que es el Libro de los Libros, contiene cuanto existe
de inhallable en lo real. Tuve que buscar cómo engendrarme de algún modo,
recurrir al silencio que es nido muy vacío, muy en paz. Así inventé los
bosques, el desquiciado mundo, la antigüedad del agua. Esa fue mi forma de
partir. Aún no he regresado.
PELIGRO
Yo
no quería depender de un solo ser. Me hubiera muerto de temblor, de espera.
Preferí balbucear como una idiota en el jardín manchado de lenguaje, esperar su
sentencia —de Muerte— con mi laúd de música mía. Yo quise que la mente dictara
las palabras, no lo oscuro que sentía. Yo quería ver Amherst a la luz de
septiembre, cuando el aire deja de ser aire y la boca está plena de lo que no
tuvo. Dulce vino mucho que se da de beber, siempre más, en el bosque de al lado.
Nada como una música que no se puede tocar.
CONJUGACIONES
Jugaba – jugabas – jugaba – jugábamos – jugaban –
jugaban.
Los niños dejan el sol en la taza y se van a cazar el
tesoro que nadie —jamás— sabrá traducir.
DESASTRE
En
la exclusión que empieza —pero sigue— en el Jardín del Goce, poner en ascuas la
cabeza, aguda y resfriada. Y después, en sociedad austera, aprender a olvidar
también cantando. Es noche plena: palabra en metro que viene de tan lejos,
breve cárcel. Dura ley cubrir con frialdad la frialdad, con estilo la ausencia,
con poemas sin mundo el mundo. ¿Con qué alarido mudo iré al encuentro de lo que
no pudo ser?
AMÉN
Que
la vida me encuentre cubierta de harapos, con los ojos cóncavos. Que me sueñe
menguante, sin la ayuda de gente —vertical— o dichosa.
Que no
creer nada sea mi fe, mi éxtasis más hondo extinguirme.
Que
arneses me arrastren hacia el gran trabajo.
Que
unos cuantos niños de oraciones blancas.
Que
los más de los días.
Que
el barullo
y la
gracia.
De Archivo Dickinson (La Bestia Equilátera, 2017)
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