1.
Dejé la
escuela y me fui vivir a East Hastings con todos lo demás fantasmas.
Aquel
mausoleo
me abrió
sus puertas
como a un
hijo que vuelve de la guerra perturbado
pero lleno
de gratitud.
Tres pisos
de gris angostura
montada encima
de una carnicería
donde las
moscas bailaban en líneas
la danza
que junta a los vaqueros
bajo el
hospicio
de la
cabeza de cerdo
que flotaba,
divina,
en el cielo
del escaparate.
Cabeza de
neón rosa
¿sólo a mí
me cerraste el ojo?
¿sólo yo
soñé
que tú
intercedías por nosotros,
los niños
muertos
de East
Hastings?
7.
Cómo puedo
describir Vancouver
si apenas
sé describir una silla.
Hay un
océano enfrente
y una isla
que separa
a los
monstruos.
¿Qué
pasaría si no hubiera una isla?
¿Se comería
el mar a Vancouver?
¿La
dormiría en su pecho?
Aquí todo
es limpio y estéril,
toneladas de
aburrimiento vertical
en el
distrito financiero.
Los nuevos
tótems no tienen la gracia
de los
antiguos—
¿qué es un
tótem sin sus animales?
Es la
ciudad de Vancouver.
Mejor no
vengas.
9.
Hay color
en Vancouver,
hay grises
y blancos.
Mucho gris,
sobre todo.
Un azul
deprimido.
Hay también
mucho verde, sabes,
a los canadienses
les salen árboles
de todas
partes.
Pero sólo
en verano el verde sale a pregonar.
El resto
del año es un glaucoma
un velo
mortuorio hecho de asbestos
un
burócrata que te va aplastando lento,
sin que te
duela.
42.
Recuerdo
el
panquecito de arándano
que compré
un día de otoño
y nubarrones
negros.
Lo compré
en un centro de ayuda
para mentes
quebradas
allá donde
Hastings
frota sus
escamas
contra los
muros del Barrio Chino.
Quién
necesita esperanza
cuando hay pastelitos de arándano.
En efecto,
no había luz en aquel lugar,
sólo había
muffins
de ámbar,
radiantes
panquecitos
de cristo
guiando
nuestros pasos
sobre la
negrura.
De Hotel Hastings (Ediciones Cinosargo, 2018)
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