Escribir es un acto de fe. Fe en el lenguaje (una fe mil
veces destruida y vuelta a levantar), fe en que existe una posibilidad de
encuentro.
Comenzar a escribir tiene que ver con el deseo. Continuar
escribiendo, no.
¿Cómo escribir?
Oír esa pregunta mil veces.
Mil veces.
Una y otra vez.
La única respuesta que encuentro es escueta y seca. Suena a
fastidio. Pero es sólo la desesperada transmisión de una verdad tan simple que
desorienta: no hay otra forma de escribir que escribiendo. Todo lo que tiene de
potencia la escritura es algo que sucede mientras.
No antes ni después. Sólo en ese momento.
Se escribe con el cuerpo. No se trata de una actividad
mental.
Se escribe con la espalda, las manos, los ojos, la nuca, las
piernas.
No hay que olvidar eso: cada vez que hay escritura, es un
cuerpo el que escribe.
Escribir es estar en actitud de búsqueda sin orientarse
hacia ningún objetivo. Estar despiertos, alertas, abiertos. ¿A qué? A todo. Ser
sismógrafos de los más mínimos movimientos.
La vieja frase “dueño de lo que callas, esclavo de lo que
dices”. Una falsa oposición. No nos pertenecen ni las palabras ni los silencios.
Nos atraviesan.
Escribir implica habitar intensamente el tiempo presente.
Poner el cuerpo en actitud de completa entrega.
Lo que me puede salvar es la escritura. No por lo que quede
escrito. Nunca. Eso carece de toda importancia. Lo que me puede salvar es el
gesto, el pequeño ritual que me recuerda quién soy y al desplegarse dice que
quizás aún no es tiempo de subirse al tren de la noche.
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