Deja la puerta abierta a lo
desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de
donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a
donde irás.
La labor de los artistas es
abrir puertas y dejar entrar las profecías, lo desconocido, lo extraño; es
de ahí de donde proceden sus obras, aunque su llegada marque el comienzo
del largo y disciplinado proceso mediante el cual las hacen suyas. También
los científicos, como señaló en una ocasión J. Robert Oppenheimer, «viven
siempre “al borde del misterio”, en la frontera de lo desconocido».
Pero los científicos transforman lo desconocido en conocido, lo capturan
como los pescadores capturan los peces con sus redes; los artistas, en
cambio, te adentran en ese oscuro mar.
Perderse: una rendición
placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado,
absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se
desdibuja.
Aquello cuya naturaleza desconoces
por completo suele ser lo que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse. La palabra lost, «perdido», viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejérci- to.
Este origen evoca la imagen de un grupo de soldados rompiendo filas
para volver a casa, una tregua con el ancho mundo. Algo que me preocupa
hoy en día es que muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van
más allá de aquello que conocen.
Me encanta salirme del
camino, ir más allá de lo que conozco y encontrar el camino de
vuelta recorriendo unos cuantos kilómetros más, por un sendero diferente, con una brújula
que discute con un mapa, con las indicaciones contradictorias y
poco rigurosas de desconocidos. Esas noches sola en moteles de pueblos
perdidos del oeste del país donde no conozco a nadie y nadie que me
conozca sabe dónde estoy, noches transcurridas en compañía de cuadros
extraños, colchas de flores y televisión por cable que me ofrecen un
descanso temporal de mi propia biografía […] Esos momentos en que mis pies
o mi coche rebasan la cresta de una colina o salen de una curva y me digo
que es la primera vez que veo este sitio. Esas ocasiones en que algún detalle
arquitectónico o alguna vista en la que no me había fijado en todos estos
años me dicen que nunca he sabido realmente dónde estaba, ni siquiera cuando
estaba en mi propia ciudad. Esas historias que hacen que lo familiar se vuelva
otra vez extraño, como las que me han revelado paisajes perdidos,
cementerios perdidos, especies perdidas alrededor de mi propia casa. Esas
conversaciones que hacen que todo lo demás desaparezca. Esos sueños que olvido
hasta que me doy cuenta de que han influido en todo lo que he sentido y
hecho a lo largo del día.
La pregunta, entonces, es cómo
perderse. No perderte nunca es no vivir,
no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incognita que hay
entre medias se extiende una vida de descubrimientos.
Realmente el concepto de perdido tiene dos significados diferentes. Perder cosas
tiene que ver con la desaparición de lo conocido, perderse tiene que
ver con la aparición de lo desconocido. Hay objetos y personas que
desaparecen de tu vista, tu conocimiento o tu propiedad: pierdes una
pulsera, un amigo, la llave. Sigues sabiendo dónde estás tú. Todo lo que
te rodea resulta conocido, pero hay una cosa de menos, un elemento que
falta. O bien te pierdes tú, y en ese caso lo que ha sucedido es que el
mundo se ha vuelto mayor que tu conocimiento del mismo. En ambos casos se
produce una pérdida de control.
Desde hace muchos años me ha
conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de
las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de
esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del
deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás.
Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto
del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en
la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. «Anhelo
—dice el poeta Robert Hass—, porque el deseo está lleno de distancias infinitas». El azul
es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas, por el
mundo azul.
Tratamos el deseo como si fuera
un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y
ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la
naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que
existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre
ambos con el azul del anhelo. A veces me pregunto si, con un ligero ajuste
de la perspectiva, podríamos valorar el deseo como una sensación en sí
misma, ya que es tan inherente a la condición humana como lo es el azul a
la distancia; si podemos contemplar la distancia sin querer recortarla, abrazar
el anhelo igual que abrazamos la belleza de ese azul que no se puede
poseer. Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la
llegada solo trasladan ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando
llegas a las montañas a las que te dirigías estas han dejado de ser azules y el
azul ha pasado a teñir las que se encuentran detrás. Aquí se encuadra
el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y
por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre
hay algo que está lejos.
Una ciudad se construye de tal
manera que se asemeje a una mente consciente, una red capaz de calcular,
administrar, producir. Las ruinas se convierten en el inconsciente de una
ciudad, en su memoria, en sus territorios ignotos, sombríos,
desaparecidos, y es en ellas donde verdaderamente cobra vida.
En los sueños no se pierde nada.
Las casas de la infancia, los muertos, los juguetes que habían
desaparecido: todo aparece con una nitidez que la mente es incapaz de
alcanzar en la vigilia. Lo único que está perdido en los sueños eres tú
mismo, que vas deambulando por un terreno donde incluso los lugares más
familiares no acaban de ser ellos mismos y conducen a lo imposible.
Lo natural es que las cosas se pierdan, no al contrario. Pensemos en los pocos
sueños que se han salvado del compost del tiempo (de entre los cientos de
miles de millones que se han tenido desde que surgió el lenguaje para describirlos),
en los pocos nombres, los pocos deseos, incluso las pocas
lenguas, pensemos en que ignoramos qué idiomas hablaban quienes erigieron
los monumentos megalíticos de Gran Bretaña e Irlanda o qué significado
tenían esas piedras, en que no sabemos mucho sobre la lengua de los
gabrielanos de Los Ángeles o de los miwoks de Marin, en que desconocemos
cómo o por qué se dibujaron las enormes figuras en el suelo del desierto
de Nazca, en Perú, en que no sabemos gran cosa ni siquiera sobre
Shakespeare o Li Po. Es como si convirtiéramos la excepción en la norma y
creyéramos que las cosas se van a conservar y no que mayormente se van a
perder. Que deberíamos poder encontrar el camino de vuelta siguiendo el rastro
de los objetos que hemos ido dejando por el camino, como Hansel y Gretel en el
bosque, que los objetos nos llevarán hacia atrás en el tiempo e iremos
deshaciendo todas las pérdidas por un sendero de objetos perdidos que
empieza con las gafas y termina con los juguetes y los dientes de leche.
La realidad, en cambio, es que la mayoría de los objetos se encuentran en
las constelaciones secretas del pasado irrecuperable y solo regresan en
los sueños, donde lo único que está perdido es la persona que sueña.
De Una guía sobre el arte de perderse (Capitan Swing, 2020)
Traducción de Clara Ministral
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