martes, 8 de enero de 2019

Siete relatos de Lydia Davis



LOS SENTIDOS

Mucha gente trata a sus cinco sentidos con cierto respeto y consideración. Lleva sus ojos al museo, la nariz a una exposición de flores, las manos a la sección de sedas y terciopelos de una tienda de tejidos; sorprenden a sus oídos con un concierto, y le brindan a la boca la emoción de comer en un restaurante.

Pero la mayoría de las personas obligan a sus sentidos a trabajar a fondo día tras día: ¡Leedme el periódico! ¡Vigila, nariz, si la comida se quema! ¡Oídos! ¡Atentos a si llaman a la puerta! ¡Ahora! Los sentidos se cansan. A veces, mucho antes del final, dicen: «Me retiro. Me libro de ese ahora». Y entonces la persona se siente menos preparada para enfrentarse al mundo, y se queda más tiempo en casa, sin parte de lo que necesitaría para seguir adelante.

Si todos los sentidos la abandonan, se queda verdaderamente sola: en la oscuridad, en silencio, entumecidas las manos, sin nada en la boca, sin nada en la nariz. Entonces se pregunta: ¿Los traté mal? ¿No les di ni una alegría?



EL PESCADO

Está frente a un pescado, pensando en ciertos errores irrevocables que ha cometido hoy. El pescado está cocido, y ella está a solas con él. El pescado es para ella: no hay nadie más en la casa. Pero ha tenido un día problemático. ¿Cómo va a comerse este pescado, que se enfría sobre una superficie de mármol? Y, sin embargo, tampoco el pescado, inmóvil como está, y desprovisto de sus espinas, y despojado de su piel de plata, ha estado nunca tan sólo como en este momento: violado irremediablemente y observado con ojos cansados por esta mujer que ha cometido el último error de la jornada y le ha hecho esto.



LA BISABUELA

En la reunión familiar pusieron a las bisabuelas al sol, en el porche. Pero, por algún problema con los niños, en el momento en que el cuñado caía en un estupor alcohólico, todos nos olvidamos de las bisabuelas un buen rato. Cuando abrimos la puerta vidriera, pasamos entre las siringas y nos acercamos a las ancianas iluminadas por el sol, era demasiado tarde: sus manos nudosas se habían fundido con la madera del puño de sus bastones, los labios eran una membrana hendida, los globos oculares, endurecidos, miraban imperturbables hacia el bosquecillo de castaños en el que los niños iban y venían como exhalaciones. Sólo la vieja Agnes conservaba algo de vida, podíamos oír cómo respiraba por la boca, podíamos ver su corazón, funcionando bajo el vestido de seda, pero, cuando nos acercamos a ella, se estremeció y se quedó inmóvil.



LA MADRE

La chica escribió un cuento. «Sería mucho mejor si escribieras una novela», dijo su madre. La chica construyó una casa de muñecas. «Sería mucho mejor si fuera una casa de verdad», dijo la madre. La chica hizo un cojín para su padre. «¿No hubiera sido más útil un edredón?», dijo la madre. La chica excavó un pequeño hoyo en el jardín. «Sería mucho mejor si excavaras uno grande», dijo la madre. La chica excavó un gran hoyo y, dentro, se echó a dormir. «Sería mucho mejor si te durmieras para siempre», dijo la madre.



LA EXCURSIÓN

Un ataque de ira cerca de la carretera, una negativa a hablar en el camino, un silencio en el pinar, un silencio al cruzar el viejo puente del ferrocarril, un intento de ser amable en el agua, un rechazo a terminar la discusión en las piedras lisas, un grito de ira en el terraplén de la orilla, unas lágrimas entre los matorrales.



LA MUJER NÚMERO TRECE

En una ciudad de doce mujeres había una decimotercera. Nadie admitía que vivía allí, no recibía cartas, nadie le hablaba, nadie preguntaba por ella, nadie le vendía pan, nadie le compraba nada, nadie le devolvía la mirada, nadie llamaba a su puerta; la lluvia no caía sobre ella, el día nunca amanecía para ella, el sol nunca brillaba sobre ella, la noche nunca caía para ella; para ella las semanas no pasaban, los años no corrían; su casa estaba sin numerar, su jardín sin cuidar, sin pisadas su camino, sin sueño su cama, sin comer su comida, sin arrugas su ropa; y, a pesar de todo, seguía viviendo en la ciudad sin resentimiento por lo que la ciudad le hacía.



DESASTRE NATURAL

No resistiremos mucho más aquí, en nuestra casa, a orillas del mar crecido. El frío y la humedad acabarán con nosotros, porque ya no es posible irse: el frío ha agrietado la única carretera que teníamos, la marea ha subido y, donde la marisma es más baja, ha invadido las grietas, ha inundado las grietas, recubriéndolas con cristales de sal, y ha subido de nuevo, más aún, y ha vuelto la carretera intransitable.

El mar llega por las tuberías a nuestros lavabos, y el agua que bebemos es salobre. Han aparecido moluscos en nuestro patio y en nuestro jardín y no podemos dar un paso sin pisar las conchas. Cada vez que sube la marea, el mar cubre nuestros campos y, cuando se retira, deja charcas entre los rosales y en los surcos del terreno donde tenemos plantado centeno. Se ha llevado las semillas; los cuervos se han comido lo poco que había quedado.

Nos hemos trasladado a las habitaciones más altas de la casa y observamos desde la ventana cómo los peces brillan entre las ramas del melocotonero. Una anguila mira, desde abajo, nuestra carretilla de mano.

Se hiela lo que lavamos y tendemos para que se seque en la ventana de arriba: nuestras camisas y pantalones hacen extrañas contorsiones en la cuerda. La ropa que llevamos está siempre húmeda, y la sal nos roza la piel hasta provocarnos rojeces y llagas. Ahora pasamos casi todo el día en la cama bajo mantas pesadas y ásperas; las paredes de madera están hinchadas por la humedad; el mar penetra en las grietas de los alféizares y gotea en el suelo. Tres de los nuestros han muerto de neumonía y bronquitis a diferentes horas de la madrugada, antes del amanecer. Quedamos tres, y estamos débiles, apenas si podemos dormir ligeramente, pensar sin confusión, ver todavía con dificultad la luz y la tiniebla, sólo turbiedad y sombra.



De Cuentos completos (Seix Barral, 2009)
Traducción de Justo Navarro

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