LOS LIRIOS BLANCOS
Como un
hombre y una mujer construyen
un jardín
entre los dos como
un lecho de
estrellas, aquí
se demoran
en el atardecer estival
y la tarde
se enfría
con su
terror: todo
podría
acabar, la devastación
es posible.
Todo, todo
puede
perderse, por el aire perfumado
las
estrechas columnas
se alzan
para nada, y más allá,
un mar
revuelto de amapolas—
Silencio,
amado. No importa
cuántos
veranos tenga que vivir para volver:
en éste
entramos en la eternidad.
Sentí que
tus manos
me enterraban
para liberar mi esplendor.
EL
JARDÍN
No
podría hacerlo otra vez,
apenas
soporto la escena —
en
el jardín, en la lluvia leve
la
joven pareja siembra
una
hilera de habas, como si
nadie
antes hubiera hecho algo así,
como
si nunca aún se hubieran planteado y resuelto
las
grandes dificultades —
No
pueden verse
en
la fresca suciedad, empezar
sin
perspectiva,
con
las lomas atrás, color verde pálido, cubiertas de flores —
Ella
quiere detenerse;
él
quiere llegar hasta el final,
permanecer
con la cosa —
Míra
cómo ella toca la mejilla de él,
para
instaurar una tregua, sus dedos
frescos
de lluvia primaveral;
en
el fino césped, estallidos de azafranes morados —
aun
aquí, incluso al comienzo del amor,
esa
mano que abandona un rostro fragua
una
imagen de partida
y
ellos creen
que
pueden ignorar
esta
tristeza.
De La pasión del exilio. Diez poetas norteamericanas del siglo XX (Bajo La Luna, 2007)
Traducción de María Negroni
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