LOS ZAPATOS ROJOS
Amelie y yo teníamos once años. Y el hábito de
robar en tiendas departamentales los jueves por la tarde. Lo hicimos por un
año. Cuando su madre comenzó a sospechar nos dijo, para asustarnos, que un
policía nos había descubierto y acusado, pero por ser tan chicas, nos había
dado otra oportunidad. Iba a seguirnos, y si dejábamos de robar, se olvidaría
del asunto. Durante las siguientes semanas pasamos la mayoría del tiempo
preguntándonos quién era el policía oculto entre las personas que nos rodeaban.
Nos concentramos tanto en despistarlo que dejamos de robar. Nuestro último golpe
fue un par de zapatos rojos demasiado grandes. Amelie se quedó el derecho y yo
el izquierdo.
LA CIRUGÍA PLÁSTICA
Cuando tenía catorce mis abuelos sugirieron que
necesitaba cirugía plástica. Hicieron una cita con un famoso cirujano y se
decidió que mi nariz tenía que ser enderezada, que una cicatriz de mi pierna
izquierda tenía que ser cubierta con un pedazo de piel de mi culo y que mis
orejas tenían que ser restiradas. Tenía dudas, pero me tranquilizaron
diciéndome que podía cambiar de opinión hasta el último momento. Aunque, al
final, fue el mismo Doctor F. quien puso fin a mi dilema. Dos días antes de la
operación, se suicidó.
LOS GATOS
Tuve tres gatos. Félix murió al quedarse encerrado por accidente en el refrigerador. A Zoe se me la quitaron cuando nació mi hermano menor, al que odié desde ese momento. A Nina la estranguló un hombre celoso que me dio, un poco antes, este ultimátum: al dormir, el gato o él. Opté por el gato.
LA CAMA
Era mi cama. Dormí en ella hasta los diecisiete.
Luego mi madre la puso en un cuarto que rentaba. El 7 de octubre de 1979 el
inquilino se acostó y se prendió fuego. Murió. Los bomberos tiraron la cama por
la ventana. Estuvo ahí, en el patio del edificio, por nueve días.
LA CORBATA
Lo vi por primera vez en 1985, en una charla que
dio. Me pareció atractivo, pero una cosa me molestó: llevaba puesta una corbata
fea. Al día siguiente le hice llegar, de forma anónima, una delgada corbata
café. Luego, lo vi usarla en un restaurante. Por desgracia, no combinaba con su
camisa. Entonces, me di a la tarea de vestirlo de pies a cabeza: le enviaría
una prenda cada año en navidad. En 1986, recibió un par de calcetines grises de
seda; en 1987, un suéter negro de alpaca; en 1988, una camisa blanca; en 1989,
un par de gemelos de chapa de oro; en 1990, un par de boxers con un patrón
navideño; nada en 1991; y en 1992, un par de calzones grises. Algún día, cuando
esté completamente vestido por mí, me gustaría presentarme.
El EXAMEN MÉDICO
Me hicieron un examen médico. Tuve que llenar un
cuestionario de 6 páginas con casi 300 preguntas. En todas, salvo en una,
respondí NO. ¿Ha contraído rubeola, viruela, cólera, varicela, tétanos,
tuberculosis, fiebre amarilla, escarlatina o tifoidea? ¿Ha padecido soplos
cardiacos, colesterol alto, hipertensión, diabetes? ¿Es propensa al vértigo? ¿Tiene
dolores de cabeza, de estómago, palpitaciones, náuseas, niños, alergias,
embolias, piedras en los riñones, mareos, ataques epilépticos, dolores de
espalda, desórdenes gastrointestinales, encías inflamadas, problemas de
audición, visión borrosa? Y de repente, de la nada, perdida en ese mar de
preguntas, esta: “¿Se siente triste?”.
QUIÉN ERES
Eliminar contacto. Difícil.
Cuando
murió mi padre, no borré su número de mi teléfono.
Ayer
le marqué por error y colgué al instante.
Unos
minutos después, su nombre y su foto aparecieron en la pantalla.
Bob me había enviado un mensaje.
LA VISTA DE MI VIDA
La ventana de mi cuarto da hacia un pastizal. En
el pastizal hay toros, y en los toros, pájaros garrapateros. A la izquierda,
las ramas de un sauce llorón. Hileras de fresnos y tamariscos a lo lejos. Hay
garcetas y, ocasionalmente, una cigüeña. Nada destacable y, sin embargo, la
pradera brilla. Ni siquiera podría calcular las horas que me he pasado
mirándola, a través del mosquitero. Esta pradera, enmarcada por la ventana, es
la imagen que mis ojos han fotografiado más que ninguna otra. Es la vista de mi
vida.
¡EN VERDAD LOS ENGAÑASTE!
Una vez tuve una expo en el Museo de Arte Moderno
de Nueva York. Mi madre estuvo en la inauguración. Se quedó atónita al ver mis
piezas colgadas entre todos los Hoppers y Magrittes. Sin una pizca de malicia,
gritó: ¡En verdad los engañaste!
OBITUARIO
Monique quiso ver el mar una última vez. El jueves
31 de enero fuimos a Cabourg. El último viaje. Al día siguiente, “para que mis
pies luzcan lindos allá”: el último pedicure. Leyó Ravel, de Jean Echenoz. El
último libro. Un hombre al que admiró por mucho tiempo, pero que no conocía, la
visitó en su cama. La última vez haciendo amigos. Organizó el funeral: su
última fiesta. Los preparativos finales: eligió su vestido —azul marino con estampado
blanco—, una fotografía suya haciendo gestos para la lápida y su epitafio: ¡Ya me estoy aburriendo! Escribió un
último poema, para su entierro. Eligió el cementerio de Montparnasse como su domicilio
final. No quería morirse. Dijo que era la primera vez en su vida en que no le
habría molestado esperar. Derramó sus últimas lágrimas. Los días antes de su
muerte se mantuvo repitiendo: “Es extraño. Es tan estúpido”. Escuchó el
“Concierto para clarinete en La mayor, K. 622”. Por última vez. Su último
deseo: irse con la música de Mozart en los oídos. Su última petición: no se
preocupen. “Ne vous faites pas de souci[1]”.
Souci fue su última palabra. El 15 de
marzo de 2006, a las 3 p. m., su última sonrisa. Su último aliento, en algún
momento entre las 3:02 y las 3:13. Fue imposible de capturar.
HOY MURIÓ MI MADRE
Un
27 de diciembre de 1986, mi madre escribió en su diario: “Mi madre murió hoy”.
A
su vez, un 15 de marzo de 2006, escribí en el mío: “Mi madre murió hoy”.
Nadie
escribirá eso de mí.
Fin.
LA JIRAFA
Cuando
mi madre murió compré una jirafa disecada. Le puse su nombre y la colgué en mi
estudio. Mónica me mira con tristeza e ironía.
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