¡Soltate!
me
dijo mi papá el día
en
que me enseñó a disparar.
Encorvado
como cazador
levanté
mi escopeta
entre
los locos del Tiro Federal
y
disparé al aire.
Algo
cayó al suelo:
no
sé si un pedazo de techo
o
un halcón.
¡Soltate!
me
dijo la Clari esa tarde
en
que me enseñó a usar
los
patines de mi hermana.
Dos
días después
rodaba
por las calles
de
la colonia agrícola
dejando
atrás a perros
y
vecinos
con
sus sillones plegables
en
la vereda.
Tengo
que soltarme otra vez
pero
estoy duro Clari
sigo
un poco duro
papá,
necesito
más tiempo
o
tal vez ya soy así:
un
chico que sabe patinar
un
chico que sabe disparar
pero
que escribe siempre
lo
mismo
y siempre
igual.
En
una casa de la cuadra
vivía
una pareja gay.
Los
padres del barrio
hablaban
de ellos
desde
el púlpito de la mesa.
Algunos
no decían
demasiado,
pero
decían.
Por
eso inventamos un juego
para
la siesta:
tirarle
piedras a la ventana
de
los putos.
Yo
tiraba
y
años más tarde
esas
piedras me pegaron a mí.
Un
tiempo después
uno
de ellos “se murió de sida”
–así
decían los vecinos–
y
el otro se quedó solo.
Ya
no lo molestábamos,
porque
la viudez es siempre
respetable
o
porque le teníamos miedo
a
esa enfermedad.
Un
día se escapó
de ese
barrio de dementes.
Nos
miró desde un auto
jugando
en la calle
como
los hijos salvajes
de
los salvajes.
La
casa sigue ahí
aunque
la reformaron.
Ahora
en el lugar
donde
dormían los dos
hay
un living con cortinas
de mal
gusto.
Durante
los años en que tuvo
su
taller en la casa,
tu
papá usaba una máscara
de
soldador.
No
mires
te
decía
pero
vos mirabas
las
chispas.
Después
te dabas vuelta
y
veías los yuyos
y
las plantas quemados,
la
puerta y las ventanas
quemadas.
Era
un efecto óptico.
Ahora
te parece
una
premonición.
En
las casas
alrededor
de la curtiembre
el
olor de los ácidos entraba
en
las piezas y las cocinas.
Los
padres trepaban a los techos
para
ver las chapas
comidas
por la corrosión.
A
la tarde
hacíamos
la tarea drogados
sobre
las carpeta de la primaria,
y
seguimos drogados toda
la
secundaria.
Los
cueros de animales
que
habían protegido
un
sistema perfecto de órganos
estaban
colgados en los galpones
como
mapas de lugares raros.
Las
flores crecían igual
los
árboles se volvían altos
y
nosotros hacíamos todo
lo
que las personas comunes
hacen
aunque
por dentro
estábamos
mutando.
Mi
vecino dice
que
desde esa época
tiene
las puntas de los dedos verdes.
Yo
me volví un poco lento
para
entender algunas cosas.
Todavía
no sé
si
es un mecanismo de defensa
o
el efecto secundario
de esos
químicos.
Cada
vez que a papá
le
dolía la cabeza
todos
funcionábamos en mute.
El
ruido de una cucharita
contra
la taza
era
igual para él
que
el de una cortadora de césped.
Acostado
en la pieza oscura
con
un pañuelo en la frente
nos
marcaba
los
ritmos de vida.
Si
papá resucita
todos
festejan,
si
papá enloquece
corremos
como perdices
hacia
otras casas.
Me
hubiera gustado
ir
hasta su cama
y
acercar un ojo al agujero
de
su oído
para
espiar lo que había
dentro
de esa cabeza:
su
casa de la infancia
prendiéndose
fuego,
el
interior de una heladera,
su padre
gritando
en
un auto de los 50,
o
él mismo tirado en el piso
de
su cerebro.
No
sé qué había
pero
lo heredé
y
ahora
cada
vez que me gana
la
cefalea
recuerdo
lo que me enseñó
una
vez:
cuando
empiece el dolor
cerrá
los ojos
y
pensá en un color frío
como
el azul.
Ese
es mi fondo de pantalla
durante
cada ataque.
Un
color que fue el mismo
a
lo largo de los siglos,
pero
me pregunto
si
los dos lo imaginamos
igual
o
si hasta en eso
fuimos
diferentes.
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