ISLA DE LOS COCOS (COSTA RICA) 24 km2, deshabitada.
Una
isla, dos mapas, tres tesoros. August Gissler está completamente seguro de que
encontrara el oro robado por los piratas que surcaban el Cabo de Hornos con sus
barcos de velas negras: el botín de Edward Davis, los saqueos de Benito Bonito
y el tesoro de la iglesia de Lima, que incluye una madona de tamaño natural
hecha de oro macizo. Gissler, el hijo de un fabricante de Remscheid, que prefirió
ser marinero antes que director de una fábrica de papel, ahora observa con atención
la cruz marcada en el mapa y lee las anotaciones: En la punta noreste de la Bahía
Wafer, hay una pequeña gruta al pie de una roca con tres picos,
continuar doscientos pasos hacia el interior, siguiendo la corriente. Gissler
tiene treinta y dos años, ojos azules y barba poblada, cuando, pala en mano, da
con ese lugar y no encuentra nada más que tierra húmeda. Cava un agujero tras
otro, tan profundos que sus tobillos se hunden en una corriente de agua subterránea
y tan anchos que podría enterrar un barco, pero no encuentra sus sueños. En un
tugurio del puerto compra más mapas, procedentes de la colección familiar del
nieto de un pirata; están marcados con cruces antiguas y más modernas. Los
estudia con atención, sigue las anotaciones y no deja de excavar en la arcilla
oscura de la isla. Horada toda la superficie con pico y pala, cava en círculos
y busca financiación y posibles socios, para ello vende participaciones de la recién
creada Cocos Plantation Company, fundada a propósito en esta isla de oro. Su esposa
y seis familias alemanas le siguen, se asientan todos juntos en una bahía de
esta isla tropical, construyen barracas, plantan café, tabaco y azúcar de caña.
Siguen cavando y cavando, pero no encuentran nada. Tres años después los Gissler
vuelven a estar completamente solos, sus socios los han abandonado, por lo que
son los únicos poseedores por derecho de una riqueza que no son capaces de
encontrar. Buscar es más importante que encontrar, piensa
Gissler, y cada agujero vacío constituye otra prueba más de que el tesoro tiene
que estar escondido en cualquier otro lugar de las dos mil cuatrocientas hectáreas
de este pedazo de tierra. Su mujer acaba abandonándolo. Cuando deja la isla en
1905, no queda en toda la superficie un solo espacio sin excavar, la barba le
llega hasta la cintura y ha perdido dieciséis años de su vida. En toda su vida
solo encontró treinta ducados de oro y un guantelete dorado. Poco antes de
morir en Nueva York el 8 de agosto de 1935 declaró lo siguiente: Estoy
convencido de que un gran tesoro está oculto en la isla, pero había que emplear
mucho más tiempo y más dinero para encontrarlo. Si fuera joven, retomaría esta búsqueda
una vez más, desde el principio.
TIKOPIA, ISLA DE SANTA CRUZ (SALOMÓN) 4.7 km2, 1200 habitantes
Esta
isla está habitada desde hace más de tres mil años; es tan pequeña que las olas
se pueden escuchar desde su meseta central. Sus habitantes pescan en las aguas
salobres y atrapan crustáceos en la orilla; cultivan boniatos, plátanos y ñames
gigantes del pantano; almacenan además cereales bajo la tierra por si hay una
mala cosecha. Estos víveres resultan suficientes para mil doscientos seres
humanos, pero ni para uno más. Si un tornado o una gran sequía devasta la
cosecha, muchos de ellos eligen una muerte rápida. Las mujeres solteras se
ahorcan voluntariamente en sus casas o se arrojan al mar y algunos padres se
dejan arrastrar por las corrientes marinas junto a sus hijos, en un viaje en
canoa del cual nunca regresan. Prefieren morir en el mar, antes que padecer una
larga agonía de hambre y de sed en tierra firme. Cada año el jefe de las cuatro
tribus de Tikopia recuerda las reglas para evitar el crecimiento de la
población. Todos los niños deben vivir de acuerdo con ellas y alimentarse solo
con lo producido en el huerto familiar, por ello solo el hijo mayor puede tener
descendencia; los restantes hijos deben permanecer solteros y ser extremadamente
cuidadosos para no engendrar. Los varones se sienten obligados a prevenir la
concepción y se han convertido en expertos del coitus interruptus, pero si la concepción no pudo evitarse, las
mujeres presionan su vientre con piedras calientes antes de que suceda el
parto. A los adultos se les prohíbe tener más descendencia cuando su hijo mayor
alcanza la edad casadera, y cuando una pareja tiene un hijo, el hombre pregunta
a su mujer: ¿De quién es este hijo, a
quien debo alimentar? Y solo él decide si el recién nacido debe vivir. Las cosechas son pequeñas. Déjame matar a
nuestro hijo, ya que, si vive, no habrá comida para él. Los recién nacidos
se dejan tumbados boca abajo, para que se ahoguen y mueran. Estos niños no reciben sepultura, no forman parte de la vida
de Tikopia.
PINGELAP, ISLAS CAROLINAS (MICRONESIA) 1.8 km2, 250 habitantes
En
esta isla hasta los cerdos son grisáceos; parece como si los animales hubieran
sido creados a propósito así para los setenta y cinco habitantes de Pingelap
que no pueden distinguir los colores. Nunca podrán ver el purpura rojizo de las
puestas de sol, ni el azul profundo del océano ni el amarillo deslumbrante de
las papayas maduras, ni siquiera el verde oscuro y perenne de la selva, repleta
de árboles del pan, cocoteros y mangos. La culpa de todo esto es de una minúscula
mutación del cromosoma ocho y del tifón Liengkieki, que asoló Pingelap
hace siglos. Apenas una veintena de isleños sobrevivió al huracán y a las
subsiguientes hambrunas, uno de ellos era portador de un gen recesivo que se extendió
rápidamente por toda la isla a causa de la endogamia. Hoy en día, diez por
ciento de los habitantes de esta isla son completamente daltónicos, mientras
que en cualquier otro lugar la probabilidad de padecer esta alteración genética
es de algo menos de un caso entre 30 000. En Pingelap las personas se
distinguen por el tamaño de sus cabezas, por la frecuencia con la que
parpadean, por el brillo de sus ojos, por las arrugas de su entrecejo o la
forma de su nariz. Los daltónicos tienden a evitar la luz y suelen salir de sus
cabañas solo cuando anochece, y cubren los cristales de sus ventanas con
papeles coloreados para que los rayos del sol no dañen sus pupilas. Durante la
noche permanecen activos y pese a la oscuridad reinante se mueven con más
facilidad que los demás habitantes de la isla. Muchos de ellos dicen recordar
todos sus sueños y algunos afirman que pueden pescar sin dificultad en las
aguas profundas y oscuras de la laguna, porque distinguen las aletas de los
peces reflejadas por el brillo de la luna. Todo su mundo es gris oscuro, aunque
insisten en que pueden apreciar detalles que pasan desapercibidos a quienes ven
en color: miríadas de tonos y sombras inimaginables para los no daltónicos. Además,
se indignan mucho con las charlas vanas e ignorantes de aquellos que se dejan
llevar por la magnificencia de los colores; según los daltónicos, el color distrae
la atención de lo esencial: la riqueza y variedad de las formas y los
sombreados, de las estructuras y los contrastes.
De Atlas de islas remotas (Capitán Swing/Nórdica libros, 2013) Traducción de Isabel G. Gamero
No hay comentarios:
Publicar un comentario