La tristeza azul es más dulce cortada en tiras con tijeras y luego en trocitos con un cuchillo, es la tristeza del ensueño y la nostalgia: puede ser, por ejemplo, el recuerdo de la felicidad que ahora es solo recuerdo, que ha retrocedido hasta un hueco que no se puede desempolvar porque está fuera de tu alcance; inconfundible y polvorienta, la tristeza azul habita en tu incapacidad para desempolvarla, es tan inalcanzable como el cielo, es un hecho que refleja la tristeza de todos los hechos. La tristeza azul es aquello que deseas olvidar, pero no puedes, como cuando de golpe en el autobús uno se imagina con absoluta claridad una bola de polvo en el closet, un pensamiento tan extraño e intransmisible que sonroja, una intensa rosa que se extiende sobre el hecho azul de la tristeza, creando una situación que solo puede compararse con un templo que existe, pero que para visitarlo es necesario viajar tres mil kilómetros en trineo y raquetas de nieve, ochocientos a caballo y otros ochocientos en bote, más mil quinientos en tren.
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La tristeza púrpura es la tristeza de la
música clásica y la berenjena, de las campanadas de medianoche, los órganos
humanos, los puertos cortados por partes cada año, las palabras con demasiados
significados, el incienso, el insomnio y la luna creciente. Es la tristeza del
dinero de juguete y de los icebergs vistos desde una canoa. Es posible bailar con
la tristeza púrpura, aunque despacio, tan despacio como se cavaría un pozo para
un gigante dormido. La tristeza púrpura es penetrante y se adentra más
profundamente que los depósitos de níquel más grandes del mundo, o que
cualquier otra tristeza sobre la tierra. Es la tristeza de los almacenes y de
tacones resonando en un largo pasillo, es el sonido de tu madre cerrando la
puerta por la noche, dejándote solo.
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La tristeza gris es la tristeza de los
clips y las ligas, de la lluvia y las ardillas y el chicle, de los bálsamos y
los ungüentos y los cines. La tristeza gris es la más común de todas las
tristezas, es la tristeza de la arena en el desierto y de la arena en la playa,
la tristeza de las llaves en el bolsillo, de las latas en un estante, del pelo en
un peine, de las tintorerías y de las pasas. La tristeza gris es bella, pero no
debe ser confundida con la belleza de la tristeza azul, que es irremplazable.
Es triste decirlo, pero la tristeza gris es reemplazable, se puede reemplazar
todos los días, es la tristeza de un muñeco de nieve derritiéndose en una
tormenta de nieve.
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La tristeza verde es la tristeza vestida
para graduarse, es la tristeza de junio, de las tostadoras relucientes que
salen de sus cajas, de la mesa puesta antes de la fiesta, del aroma de las
fresas nuevas y de los asados que gotean a punto de ser devorados; es la
tristeza de lo que no se percibe y, por lo tanto, nunca se siente y pocas veces
se expresa, salvo algunas veces por bailarinas de polka y niñas que, imitando a
sus abuelas, deciden quién se quedará con sus conejos cuando ellas mueran. La
tristeza verde pesa menos que un pañuelo sin usar, es el silencio fúnebre de
los huesos bajo la alfombra de hierba verde cortada al parejo en la que los
novios caminan con alegría.
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La tristeza café es la tristeza común. Es
la tristeza de enormes piedras erguidas. Eso es todo. Así de simple. Enormes,
erguidas piedras alrededor de otras tristezas, protegiéndolas. Un círculo de
enormes, erguidas piedras, ¿quién lo hubiera pensado?
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La tristeza naranja es la tristeza de la
ansiedad y la preocupación, es la tristeza de un globo naranja vagando sobre
montañas nevadas, la tristeza de las cabras salvajes, la tristeza del cálculo,
como cuando uno se preocupa de que otro cargamento de pensamientos esté a punto
de entrar en la casa, de que un soufflé o un Cessna caigan el día reservado para
no estar triste, es la neblina naranja de un zorro a la distancia, habla el
extraño lenguaje astado de fantasmas y baterías muertas, es la tristeza de
todas las cosas que se dejan en el horno durante la noche y se olvidan por la
mañana, y así la tristeza naranja se pierde dentro de nosotros, igual que su
motivo.
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