Al final de la Segunda Guerra
Mundial, un excombatiente, Seymour Glass (cuenta J. D. Salinger) es
invitado a cenar con la muy burguesa familia de su prometida, Muriel. Los
padres de esta, preocupados por las rarezas del joven, le hacen la clásica pregunta
sobre la carrera que le gustaría desarrollar después de la guerra. Para su
consternación, Seymour responde que no querría ser otra cosa que un gato
muerto. Naturalmente, ellos se toman su respuesta como una prueba más de su
locura, sin saber que el maravilloso personaje (un nuevo príncipe Mishkin, en
definitiva), un poeta por excelencia, se refería a una antigua parábola zen.
«¿Cuál es el objeto más valioso del mundo?», le preguntan a un maestro zen. «Un
gato muerto —responde él—, pues nadie puede ponerle precio».
La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático
en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza
más humilde, un terror más dulce. Nadie parece ponerle precio y, sin embargo,
no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las librerías si tenemos la
paciencia de llegar hasta las últimas filas de las estanterías. Los poetas no
tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el
siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales
huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en
día un destino más dramático que el del poeta que decida consagrar toda su vida
al arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros)
por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento
de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza
—como dijo Dostoievski— es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué
es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa «salvar».
¿Qué vas a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva
de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su profesión, sin la
esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida
asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. «El poeta, como el soldado, no
tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora», escribía Nichita
Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con
voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos
visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura,
una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una
literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y
T. S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la
descentralización posmoderna ha producido una civilización sin cultura, una
cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto
modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las
primeras víctimas han sido los poetas.
Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi
desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y
ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica
literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo.
Expulsados de nuevo de la ciudadela, los poetas han aprendido a luchar con las
mismas armas que la civilización que los condena. Se han refugiado en las redes
de los blogs literarios, donde publican libremente sus textos eludiendo las
servidumbres de toda forma de comercialización, y han encontrado cobijo en los
lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los vídeos
musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía
interpretada. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la
autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a
protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito.
Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el
poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como
escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo de arribistas.
De El ojo castaño de nuestro amor (Impedimenta, 2012)
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Un limpio, sutil y enérgico comentario sobre un tema tan difícil de manejar sin descontrol como la poesía nuestra de cada día actual
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