sábado, 7 de abril de 2018

Simon Leys - Cartas desde las antípodas



CONCIENCIAS DELICADAS

 «El tabaco es para el hombre un veneno de lo más peligroso». Esta virtuosa puesta en guardia se ha vuelto bastante banal, me diréis. Lo que lo es menos —y que debería mover a reflexión— es la identidad del que la formulaba: Adolf Hitler.

Del mismo modo, Adolf Eichmann, mientras esperaba su ejecución, pidió prestado un ejemplar de Lolita a la biblioteca de la cárcel. Al cabo de algunas páginas (nos dice un biógrafo de Nabokov), indignado, arrojó el libro: «¡Esto es repugnante!»



MALENTENDIDO CREADOR (FRAGMENTO)

En mi juventud, hice un curioso viaje a pie a una región desfavorecida del Kwango, en el país de los bayaka. De vez en cuando venía allí, a los pueblos de la sabana, un comerciante griego equipado con una camioneta y un grupo electrógeno a organizar sesiones de cine ambulante (os hablo de antes de la Independencia; pues hoy, aun en el supuesto de que siguiera habiendo griegos emprendedores en la región, dudo que pudieran encontrar todavía pistas practicables para llegar a esas remotas aldeas). Las películas que proyectaba el griego eran viejas producciones de Hollywood con mujeres fatales, teléfonos blancos y gánsteres con puros y trajes a rayas. ¿Contaban estas películas con banda sonora? La verdad es que habría sido de escasa utilidad, pues los espectadores sólo comprendían el kiyaka. En cambio, inventaban, a partir de esas imágenes inciertas que bailaban en una pantalla improvisada en la noche rechinante de insectos, unas epopeyas prodigiosas que sobrepasaban con creces todo cuanto hubiera podido concebir nunca la imaginación de los guionistas de Hollywood.

Los únicos actores negros que aparecían en las películas estadounidenses de esa época eran invariablemente relegados a insignificantes papeles de figurantes mudos: un portero de hotel, un limpiabotas, la cocinera de una mansión, un mozo de equipajes etcétera. Pero era en ellos en quienes se concentraba todo el interés apasionado de los espectadores. A los ojos de éstos, se convertían en los verdaderos héroes de la película: y, por otra parte, la propia rareza de sus apariciones no hacía sino confirmar esta importancia oculta y fundamental de sus papeles que les prestaba la inspiración colectiva de los espectadores. Sus entradas en escena, excepcionales e inopinadas, eran saludadas cada vez con una enorme ovación, y siempre estaban precedidas de una intensa espera. A veces ocurría que el figurante negro desaparecía definitivamente después de haber salido nada más que una vez, pero ¡no importaba! Ello significaba que se volvía más libre de continuar sus fabulosas aventuras en esa otra película, invisible y soberbia, de la que la pantalla no mostraba más que el pobre envés.



WRITER’S BLOCK (FRAGMENTO)

Toda verdadera creación tiene un aspecto extático. Un pintor chino del siglo XVII había adquirido la costumbre de destruir sus pinturas a medida que las acababa, pues era la experiencia espiritual de la ejecución lo que le interesaba, mientras que la obra acabada no era más que el residuo. D. H. Lawrence habló claramente de esta experiencia: «Esa absorción feliz e intensa en un trabajo que se lleva tan cerca como es posible de la perfección es un estado en el que se está con Dios, y la gente que no lo ha conocido jamás ha orillado la vida».

Sin este éxtasis inspirado, no hay poema. Pero ello entraña un corolario que es subrayado por Jean-François Revel: «El genio poético no solamente es escaso, sino que raras veces se manifiesta en quienes lo poseen». Los propios poetas se muestran de acuerdo con esto. Ted Hughes estimaba que incluso los más grandes poetas sólo han escrito tres o cuatro páginas de verdadera poesía, y que el resto es simple versificación. Y Randall Jarrell era más pesimista aún: «Un buen poeta es alguien que, pasando una vida entera en el exterior expuesto a todas las tormentas, consigue hacerse fulminar cuatro o cinco veces por el rayo»



HOMBRES DE LETRAS

A la muerte de su joven esposa, Dante Gabriel Rossetti puso en el féretro, a modo de ofrenda piadosa, un manuscrito de sus propios poemas. Pero no tenía otra copia de ellos. Por eso, al cabo de algún tiempo, cambió de parecer e hizo desenterrar a su mujer para recuperar su manuscrito.



CONTRA SAINTE-BEUVE (FRAGMENTO)

Proust considera que en el proceso creador la inteligencia no desempeña más que un papel secundario. Muchos escritores comparten esta opinión. Colette dijo a Emmanuel Berl: «Es usted demasiado inteligente para ser un buen novelista». Y Claudel observaba: «La inteligencia no es la cualidad esencial de un artista en mayor medida que la prudencia lo es de un militar». Lo cual no quiere decir, evidentemente, que para un artista sea más ventajoso ser un imbécil —Proust mismo tenía una inteligencia formidable—; pero todos esos escritores saben por experiencia que, en la creación literaria, no es su inteligencia lo que se moviliza, sino más bien su sensibilidad y su imaginación. Lo que importa sobre todo es «la inspiración», el «estado de gracia», la comunicación directa establecida con las fuentes profundas de la memoria y del inconsciente; y para captar esas fuentes a menudo es preferible dar descanso a la inteligencia. Aragon era más inteligente que Eluard, pero Eluard era mejor poeta. La inteligencia no inhibe ese don poético; el don poético simplemente es de otra naturaleza: puede coexistir con una inteligencia mediocre, incluso con una mente confusa. Tengo un disco de Céline que escucho de vez en cuando. Las primeras páginas de El viaje al fin de la noche (leídas por Michel Simon) producen físicamente (carne de gallina) la impresión del genio en estado puro. Es perturbador. Luego viene una larga entrevista al autor, que desvaría y repite machaconamente banalidades. Es deprimente. ¿Céline y el doctor Destouches habrían sido, pues, dos individuos diferentes

No, diría Sainte-Beuve, que pensaba que el hombre y el escritor constituían una unidad: un completo conocimiento del primero os dará la plena comprensión del segundo. Pero Proust demolió soberbiamente esta mecánica grosera: «[Sainte-Beuve] desconocía lo que nos enseña una habituación un poco profunda con nosotros mismos: que un libro es el producto de un yo distinto del que manifestamos en nuestras costumbres, en la sociedad, en nuestros vicios». Lo cual explica, por otra parte, el contraste a veces impresionante entre el esplendor de una obra y la maloliente miseria humana de su autor. Paradoja perfectamente resumida por el axioma de Valéry: «Toda persona es inferior a lo que ha hecho de más hermoso».



MAR

El hombre nadando en el océano, luchador solitario enfrentado al destino, es una imagen recurrente en la obra de Conrad. Paradoja: el propio Conrad no sabía nadar.

Capitán de altura, Conrad se casó a la edad de treinta y nueve años, después de una pedida de mano repentina y extraña, con la joven (de veintitrés años) que mecanografiaba sus manuscritos. Al atravesar el canal de la Mancha en el viaje de novios, ante la gran estupefacción de la recién casada, Conrad se mareó como una sopa.



EL IMPERIO DE LO FEO (FRAGMENTO)

Los indios de la costa del Pacífico eran atrevidos navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en el tronco de uno de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste de América. La construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del árbol elegido, para explicarle la necesidad urgente que tenían de talarlo, y pedirle perdón por ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del Pacífico, los maoríes de Nueva Zelanda hacían piraguas parecidas ahuecando el tronco de los kauri; y también allí la tala era precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.

Unas costumbres tan exquisitamente civilizadas como éstas deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento la otra mañana; me habían despertado los chirridos de una sierra mecánica que trabajaba en el jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste —aparentemente sin haber hecho ninguna ceremonia previa— dirigía la tala de un magnífico árbol que daba sombra a nuestro rincón desde hacía medio siglo. Las grandes aves que anidaban en sus ramas (una variedad de cuervos desconocida en el hemisferio Norte y que, lejos de graznar, tiene un canto prodigiosamente melodioso), espantadas por la destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos frenéticos, lanzando desgarradores chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal tipo, y nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero me hubiera gustado cuando menos saber la razón de su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin duda mi curiosidad, me anunció alegremente que sus arriates tendrían en adelante más sol. En su Diario, Claudel menciona una explicación parecida dada por un vecino suyo de campo que acababa de talar un olmo secular por el que el poeta sentía apego: «El árbol ese daba sombra y estaba infestado de ruiseñores».

La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el rayo. La administración de servicios públicos que hace pasar una autopista por en medio de Stonehenge, o una vía férrea a través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que prende fuego al Kinkakuji, el municipio que transforma la iglesia abacial de Cluny en una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un bote de pintura acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a una misma pulsión.




De La felicidad de los pececillos (Acantilado, 2011)
Traducción de José Ramón Monreal

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