Mi
poder sobre él es sorprendente. Sería sencillo quitármelo de encima. Sueño que
lo olvido en el supermercado, en la playa. Recupero el cochecito, pero vacío.
Echo a correr. Despierta, entre dos tomas, yo sé que es eso lo que ahora me
está prohibido: la huida, desaparecer, largarte.
Cuando llora al despertarse y lo
levanto en brazos —¡aúpa!—, lo salvo. Seis veces al día, al despertar, yo lo
salvo. La mirada extraviada, un último hipo, jadea, gime, resopla; se calma. En
mis brazos, encuentra el alivio absoluto.
Su aliento límpido contra mi
rostro, su olor a bebé, a carne blanca alimentada con leche, surgido del sueño.
Cuando tiene hambre, no es más que
eso, esa carencia; cuando está contento, se halla en un estado de alegría
total, breve, previa a la inmediata frustración: desbordado, arrastrado por sus
emociones.
Cuando
se despierta, el bebé me impide escribir.
En la Femme
gelée, Annie Ernaux escribe: «Durante dos años, en la flor de la edad, toda
la libertad de mi vida se ha resumido en el suspense de una siesta de niño cada
tarde.»
El
bebé me impide fumar y beber porque mama de mi pecho.
Fumo y
bebo a hurtadillas, como algunos alcohólicos.
Para
prolongar unos minutos la escritura de esta página, le he colocado boca abajo:
recupera un sueño profundo. En la actualidad, los médicos desaconsejan esa
posición: favorece la «muerte súbita del lactante».
*
Una
vez le has atendido, y se ha dormido de nuevo, te queda todo el resto: la casa,
las compras, la comida, poner la mesa, vaciar el lavavajillas, tender la
colada, hacer la cama: no es él quien nos extenúa, es la intendencia perpetua.
*
El
bebé ve fantasmas. Sus ojos deambulan por el espacio, desconoce nuestras
sonrisas, no oye nuestras llamadas: persigue en la casa el lento desplazamiento
de los espectros.
Cuando
crece, se nos acerca. Nos contesta, nos imita. Es tan menudo que, recién salido
del limbo, puede volver a él. Lo recuerda. Titubea. Duerme mucho. Yo intento
mirar hacía donde mira él, ver lo que él ve. ¿Un reflejo sobre la tele? ¿El
balanceo del árbol en la ventana? Asustada, ante la idea de que prefiera las
sombras a nosotros.
*
Cuando
abre la boca sobre mí, no tiene ni pizca de duda: soy suya. Según la teoría, yo
soy él: él no diferencia su cuerpo del mío. Espero la guardería para
enseñarle, precisamente, que eso no es así, para establecer la frontera entre
nosotros.
*
Durante
estos dos primeros meses sólo he estado en el mundo a medias, entendiendo sólo
a medias lo que me decían, viendo sólo a medias a la gente, mal leyendo los
libros. La mitad de mi cerebro estaba con él: ¿estaba desabrigado, respiraba
bien, le había oído gemir? Por mucho que advirtiera a mis interlocutores, no
parecían tomarme en serio: una pose de adolescente, una coquetería de escritor.
Era
una forma de locura. Vivía en contacto permanente con otro mundo, como una
extraterrestre que escucha incesantemente, en su caja craneana, los ecos de su
planeta originario. Estaba dotada de ubicuidad, de supra-sensibilidad.
*
Acuesto
al bebé boca abajo sobre mis rodillas, le hago callar dándole a chupar el dedo.
Con la mano derecha, que permanece libre, puedo escribir.
*
Cuando
nació quería volver a quedarme embarazada inmediatamente.
Quería
repetirlo de nuevo, a él, el mismo. Yo quería tenerlo repetido, dos veces,
tres, coleccionar sus clones, parirlos en un presente eterno.
*
Una
amiga, madre de dos niños: «Yo no puedo escribir porque soy incapaz de hacer
morir a los niños.»
En Cementerio
de los animales, de Stephen King, hay una escena final extraordinaria, en
la que el hijo de cuatro años regresa del otro mundo para matar a su madre, que
le abre los brazos. No puede dejar de abrirle los brazos, ni siquiera al ver la
navaja que lleva, el clásico rictus... Una pesadilla impecable.
*
Actualmente
mataré a todos los bebés que haga falta en mis textos, pero siempre tocando
madera. No es el tabú lo que me preocupa, es la repetición, la maldición, todo
lo que hace creer neuróticamente en la sombra que la escritura aporta a la
vida.
Escribir
sin superstición: alejar de uno mismo los fantasmas.
*
En la casa donde pasamos las vacaciones, yo escribo
en el jardín. El bebé duerme en una habitación silenciosa, fresca, al amparo de
los gatos y de las corrientes de aire. Nos separan varias puertas. Sin embargo,
yo percibo su despertar. Me levanto: acaba de abrir los ojos. Juega con sus
manos, canta, todavía no llora. ¿Tengo un nuevo reloj latiendo en mi cerebro?
¿Me ha nacido sin saberlo un sexto sentido capaz de percibir, sin que yo las
aceche, sus alteraciones en el fondo de la casa? Como si el rumor de los
árboles, de los pájaros, del viento, estuviera acompañado de una frecuencia
íntima, de otra manera de escuchar.
*
Desde
hace algún tiempo, todas las tardes al acostarse, el bebé llora, inconsolable.
Le dejamos en su cuna y cerramos la puerta.
Es
la hora del vino blanco y de las aceitunas, del sol oblicuo, de la felicidad de
estar entre adultos, bajo los pinos.
Siempre
que me topo con un recién nacido, me regocijo de que el bebé haya emergido de
ese lago opaco, donde la luz sólo cae sobre llantos de hambre y sonrisas de
satisfacción, en una práctica ausencia de la mirada. El lactante es una
presencia extraña bajo unas facciones curiosamente familiares. Tiene algo del
padre y de la madre, pero no sabemos nada de él. No sabemos por qué llora, si
tiene frío, si tiene hambre, si va a chillar, si va a dormir. Sin duda él es
«la inquietante extrañeza». Tiene la mirada de los moribundos o de los locos. A
veces el ojo gira sobre sí mismo, aparece la blancura de la córnea, un tic
sacude el párpado. Existe un velo permanente, casi una funda de almohada. El
lactante es ansiogénico, el lactante es patético: al igual que un enfermo
grave, hay que esforzarse en aliviarle, ayudarle, entenderle. Pasa a ser el
bebé cuando se le fija la mirada, cuando busca el mundo bajo el velo.
*
Cuanto más parlotea el bebé, más le imitamos.
Construye unas sílabas claras y reconocibles: «da», «be», «re». La
incongruencia de esas cantinelas nos encanta. Dialogamos mediante ecos. La casa
en la que el bebé reina es una casa de locos.
*
Trabajo la masa, sol en las baldosas. Él está
arrellanado en su cochecito, chupa el hocico de su jirafa de caucho. Yo tarareo
valses, musiquillas de circo y pasodobles; a trozos, como un popurrí, con voz
gangosa o arrulladora. Hago tonterías, bailo para él, ríe a carcajadas, me
sigue con la mirada por toda la cocina. Soy la reina, la mejor de las madres,
la más guapa, la más graciosa, su madre-estrella, su gran amor. Le arranco de
su cochecito y bailamos un vals, es un bailarín excelente.
Cuando alguno de
los abuelos se lo lleva a dar un paseo, o cuando lo vigila alguna de las
abuelas, yo no siento la menor inquietud, y sí un gran alivio: aprendo que
alejado de mi vista él sigue existiendo, que puede vivir sin mí, que no se
muere sin mí. Libro de mi omnipotencia.
La realidad —su
existencia— dibuja poco a poco mi espacio, me separa poco a poco de él.
En cuanto me sienta suficientemente razonable para
permitirme ir al cine mientras él está protegido -en lugar de trabajar o de
guisar, de esforzarme en el rendimiento-, iré a ver la película de Dominique
Cabrera Le Lait de la tendresse humaine, sobre esa mujer que se escapó
cuando nació su hijo.
*
«Diabólico»,
«guerra santa», «cruzada», «el bien y el mal»; cuando el bebé me pregunte si
Dios existe, yo le contestaré que espero que no.
*
Hemos
comprado una cámara de vídeo. El bebé de la pantalla parece más real,
delimitado, tangible, que el bebé que está en mis brazos, esta nebulosa, esta
criatura a la que tendría que comerme o violar para saciarme finalmente de
ella.
*
Cuando yo era un bebé de seis meses vi caminar al
hombre en la Luna. Mis padres me despertaron en plena noche para colocarme ante
la tele. Me gusta que tuvieran esa idea, me gusta lo jóvenes que eran.
*
El bebé es la única criatura del mundo que sólo está
dotada, como medio de defensa, de una sirena, ciertamente poderosa. Pulsar la
alarma y esperar la ayuda sustituyen en su caso las patas para correr, el
chorro de tinta para cegar, las garras menudas.
Cuando
está sentado —para lo que necesita ayuda— le quedan liberadas las manos: en
seis meses ha sobrevolado los millones de años que separan al Australopiteco
del Neandertal.
Cuando le prohibimos algo —tocar la taza que abrasa, golpear el ordenador—, nos estamos refiriendo a lo que más le interesa en el mundo. Nuestras ofrendas de cubos y de osos son tratadas con desprecio: es capaz de volverse doscientas veces hacia el objeto deseado. Su obstinación y su concentración están a la altura de lo que se le oculta: sin duda, el secreto del universo, la clave de toda una serie de enigmas.
De El bebé (Anagrama, 2004) Traducción de Joaquín Jordá