domingo, 27 de febrero de 2022

Marie Darrieussecq - Fragmentos de El bebé

 

Mi poder sobre él es sorprendente. Sería sencillo quitármelo de encima. Sueño que lo olvido en el supermercado, en la playa. Recupero el cochecito, pero vacío. Echo a correr. Despierta, entre dos tomas, yo sé que es eso lo que ahora me está prohibido: la huida, desaparecer, largarte.

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Cuando llora al despertarse y lo levanto en brazos —¡aúpa!—, lo salvo. Seis veces al día, al despertar, yo lo salvo. La mirada extraviada, un último hipo, jadea, gime, resopla; se calma. En mis brazos, encuentra el alivio absoluto.

Su aliento límpido contra mi rostro, su olor a bebé, a carne blanca alimentada con leche, surgido del sueño.

Cuando tiene hambre, no es más que eso, esa carencia; cuando está contento, se halla en un estado de alegría total, breve, previa a la inmediata frustración: desbordado, arrastrado por sus emociones.

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Cuando se despierta, el bebé me impide escribir.

En la Femme gelée, Annie Ernaux escribe: «Durante dos años, en la flor de la edad, toda la libertad de mi vida se ha resumido en el suspense de una siesta de niño cada tarde.»

El bebé me impide fumar y beber porque mama de mi pecho.

Fumo y bebo a hurtadillas, como algunos alcohólicos.

Para prolongar unos minutos la escritura de esta página, le he colocado boca abajo: recupera un sueño profundo. En la actualidad, los médicos desaconsejan esa posición: favorece la «muerte súbita del lactante».

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Una vez le has atendido, y se ha dormido de nuevo, te queda todo el resto: la casa, las compras, la comida, poner la mesa, vaciar el lavavajillas, tender la colada, hacer la cama: no es él quien nos extenúa, es la intendencia perpetua.

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El bebé ve fantasmas. Sus ojos deambulan por el espacio, desconoce nuestras sonrisas, no oye nuestras llamadas: persigue en la casa el lento desplazamiento de los espectros.

Cuando crece, se nos acerca. Nos contesta, nos imita. Es tan menudo que, recién salido del limbo, puede volver a él. Lo recuerda. Titubea. Duerme mucho. Yo intento mirar hacía donde mira él, ver lo que él ve. ¿Un reflejo sobre la tele? ¿El balanceo del árbol en la ventana? Asustada, ante la idea de que prefiera las sombras a nosotros.

Cuando abre la boca sobre mí, no tiene ni pizca de duda: soy suya. Según la teoría, yo soy él: él no diferencia su cuerpo del mío. Espero la guardería para enseñarle, precisamente, que eso no es así, para establecer la frontera entre nosotros.

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Durante estos dos primeros meses sólo he estado en el mundo a medias, entendiendo sólo a medias lo que me decían, viendo sólo a medias a la gente, mal leyendo los libros. La mitad de mi cerebro estaba con él: ¿estaba desabrigado, respiraba bien, le había oído gemir? Por mucho que advirtiera a mis interlocutores, no parecían tomarme en serio: una pose de adolescente, una coquetería de escritor.

Era una forma de locura. Vivía en contacto permanente con otro mundo, como una extraterrestre que escucha incesantemente, en su caja craneana, los ecos de su planeta originario. Estaba dotada de ubicuidad, de supra-sensibilidad.

Acuesto al bebé boca abajo sobre mis rodillas, le hago callar dándole a chupar el dedo. Con la mano derecha, que permanece libre, puedo escribir.

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Cuando nació quería volver a quedarme embarazada inmediatamente.

Quería repetirlo de nuevo, a él, el mismo. Yo quería tenerlo repetido, dos veces, tres, coleccionar sus clones, parirlos en un presente eterno.

Una amiga, madre de dos niños: «Yo no puedo escribir porque soy incapaz de hacer morir a los niños.»

En Cementerio de los animales, de Stephen King, hay una escena final extraordinaria, en la que el hijo de cuatro años regresa del otro mundo para matar a su madre, que le abre los brazos. No puede dejar de abrirle los brazos, ni siquiera al ver la navaja que lleva, el clásico rictus... Una pesadilla impecable.

Actualmente mataré a todos los bebés que haga falta en mis textos, pero siempre tocando madera. No es el tabú lo que me preocupa, es la repetición, la maldición, todo lo que hace creer neuróticamente en la sombra que la escritura aporta a la vida.

Escribir sin superstición: alejar de uno mismo los fantasmas.

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En la casa donde pasamos las vacaciones, yo escribo en el jardín. El bebé duerme en una habitación silenciosa, fresca, al amparo de los gatos y de las corrientes de aire. Nos separan varias puertas. Sin embargo, yo percibo su despertar. Me levanto: acaba de abrir los ojos. Juega con sus manos, canta, todavía no llora. ¿Tengo un nuevo reloj latiendo en mi cerebro? ¿Me ha nacido sin saberlo un sexto sentido capaz de percibir, sin que yo las aceche, sus alteraciones en el fondo de la casa? Como si el rumor de los árboles, de los pájaros, del viento, estuviera acompañado de una frecuencia íntima, de otra manera de escuchar.

Desde hace algún tiempo, todas las tardes al acostarse, el bebé llora, inconsolable. Le dejamos en su cuna y cerramos la puerta.

Es la hora del vino blanco y de las aceitunas, del sol oblicuo, de la felicidad de estar entre adultos, bajo los pinos.

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Siempre que me topo con un recién nacido, me regocijo de que el bebé haya emergido de ese lago opaco, donde la luz sólo cae sobre llantos de hambre y sonrisas de satisfacción, en una práctica ausencia de la mirada. El lactante es una presencia extraña bajo unas facciones curiosamente familiares. Tiene algo del padre y de la madre, pero no sabemos nada de él. No sabemos por qué llora, si tiene frío, si tiene hambre, si va a chillar, si va a dormir. Sin duda él es «la inquietante extrañeza». Tiene la mirada de los moribundos o de los locos. A veces el ojo gira sobre sí mismo, aparece la blancura de la córnea, un tic sacude el párpado. Existe un velo permanente, casi una funda de almohada. El lactante es ansiogénico, el lactante es patético: al igual que un enfermo grave, hay que esforzarse en aliviarle, ayudarle, entenderle. Pasa a ser el bebé cuando se le fija la mirada, cuando busca el mundo bajo el velo.

Cuanto más parlotea el bebé, más le imitamos. Construye unas sílabas claras y reconocibles: «da», «be», «re». La incongruencia de esas cantinelas nos encanta. Dialogamos mediante ecos. La casa en la que el bebé reina es una casa de locos.

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Trabajo la masa, sol en las baldosas. Él está arrellanado en su cochecito, chupa el hocico de su jirafa de caucho. Yo tarareo valses, musiquillas de circo y pasodobles; a trozos, como un popurrí, con voz gangosa o arrulladora. Hago tonterías, bailo para él, ríe a carcajadas, me sigue con la mirada por toda la cocina. Soy la reina, la mejor de las madres, la más guapa, la más graciosa, su madre-estrella, su gran amor. Le arranco de su cochecito y bailamos un vals, es un bailarín excelente.

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Cuando alguno de los abuelos se lo lleva a dar un paseo, o cuando lo vigila alguna de las abuelas, yo no siento la menor inquietud, y sí un gran alivio: aprendo que alejado de mi vista él sigue existiendo, que puede vivir sin mí, que no se muere sin mí. Libro de mi omnipotencia.

La realidad —su existencia— dibuja poco a poco mi espacio, me separa poco a poco de él.

En cuanto me sienta suficientemente razonable para permitirme ir al cine mientras él está protegido -en lugar de trabajar o de guisar, de esforzarme en el rendimiento-, iré a ver la película de Dominique Cabrera Le Lait de la tendresse humaine, sobre esa mujer que se escapó cuando nació su hijo.

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«Diabólico», «guerra santa», «cruzada», «el bien y el mal»; cuando el bebé me pregunte si Dios existe, yo le contestaré que espero que no.

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Hemos comprado una cámara de vídeo. El bebé de la pantalla parece más real, delimitado, tangible, que el bebé que está en mis brazos, esta nebulosa, esta criatura a la que tendría que comerme o violar para saciarme finalmente de ella.

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Cuando yo era un bebé de seis meses vi caminar al hombre en la Luna. Mis padres me despertaron en plena noche para colocarme ante la tele. Me gusta que tuvieran esa idea, me gusta lo jóvenes que eran.

El bebé es la única criatura del mundo que sólo está dotada, como medio de defensa, de una sirena, ciertamente poderosa. Pulsar la alarma y esperar la ayuda sustituyen en su caso las patas para correr, el chorro de tinta para cegar, las garras menudas.

 

Cuando está sentado —para lo que necesita ayuda— le quedan liberadas las manos: en seis meses ha sobrevolado los millones de años que separan al Australopiteco del Neandertal.

Cuando le prohibimos algo —tocar la taza que abrasa, golpear el ordenador—, nos estamos refiriendo a lo que más le interesa en el mundo. Nuestras ofrendas de cubos y de osos son tratadas con desprecio: es capaz de volverse doscientas veces hacia el objeto deseado. Su obstinación y su concentración están a la altura de lo que se le oculta: sin duda, el secreto del universo, la clave de toda una serie de enigmas.


De El bebé (Anagrama, 2004)                                                                                                    Traducción de Joaquín Jordá