A
Jorge y Elizabeth, Claudia, Marcelo y Cecilia
Hay que inventar liebres para poder hacer de
nuestra vida un extenso y luminoso día de caza, y para poder decretar que somos
cazadores.
José Pedro Díaz, Ejercicios Antropológicos
Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me
pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la
garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas.
Julio Cortázar, Carta
a una señorita en París
Perseguirlo armados de dedales, perseguirlo armados
de precaución, perseguirlo con tenedores y esperanzas, amenazar su vida con una
acción del ferrocarril, atraerlo con sonrisas y jabón.
Lewis Carroll, La
caza del Snark
Deseo que conste que, sin deseo de polemizar, yo
sostengo la vieja tesis de que la ballena es un pez e invoco en mi ayuda el
testimonio del santo Jonás.
Hermán Melville, Moby
Dick
Prólogo
Fuimos a cazar
conejos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Teníamos
sombreros rojos. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Otros
llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el
idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan
completo. Todos los detalles habían sido previstos. Había cazadores solitarios,
y había grupos de dos, de tres o de quince. En total éramos muchos, y nadie
pensaba cumplir las órdenes.
1
Yo sentía
pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia; lo atribuía al
pasto y a los yuyos. Pero luego, cuando el dolor fue subiendo, y un poco más
tarde aún, cuando el dolor y el mareo me hicieron vacilar y caer, vi —antes de
que la vista se me nublara y cuando mi cuerpo comenzaba a retorcerse en los
espasmos de la muerte—, vi la araña con ropas de cazador y sombrero rojo, y
mirada perversa y divertida, arrojándome sin pausa los darditos envenenados a
través de su pequeña cerbatana.
2
Al oso
amaestrado lo habíamos disfrazado de conejo, y bailaba en el bosque, saltaba en
el bosque y movía las orejas blancas del disfraz. Era penosamente ridículo.
3
Laura gateaba
en el pasto. La cosquilla de los yuyos la excitaba, y entonces aparecía un
conejo. Ella lo atrapaba entre sus piernas. Era lindo de ver la cabecita blanca
asomando y hociqueando sobre esas nalgas también blancas. Ella decía preferir
los conejos a los hombres; que los conejos eran de pelo más suave y cuerpo más
cálido. Y si ella apretaba un poco demasiado con sus muslos, al conejo se le
nublaban los ojos y moría dulcemente, graciosamente, o aun con indiferencia.
4
Nos gusta el
conejo a las brasas, pero nuestra presa favorita es el guardabosques. Los
conejos se cazan con paciencia y astucia, con trampas más o menos complejas de
ramas y zanahorias; los guardabosques, en cambio, necesitan todo nuestro
arsenal. El tiroteo duró hasta el anochecer. Cuarenta guardabosques desnudos
colgaron finalmente de cuarenta horcas. Los cuervos les arrancaban los ojos y
acudían las hienas al olor de la putrefacción. Los esqueletos de guardabosques
colgaron durante años en las horcas, como ejemplo para otros guardabosques, y
para los niños.
5
No hay que
creer demasiado en la sabiduría de los viejos. «En este bosque —me decía un
viejo guardabosques— estuvieron un día todos los conejos del mundo. Era el
paraíso de los cazadores y, mientras no llegaron los cazadores, el paraíso de
los conejos. Todo el bosque era una masa blanca y nerviosa, peluda y blanda,
con infinidad de puntas ondulantes. —Se refería sin duda a las orejas de los
conejos, las cuales tienen forma puntiaguda—. Ahora, en cambio, sólo nos queda
el recuerdo de los conejos. Esté seguro de que no hallará uno, por más que
busque.» Pero a pesar del disfraz, que era perfecto —las ropas, los lentes—, lo
reconocí y le dije: «No me engañas, conejo. Huye, porque cuento hasta diez y
disparo». Las orejas, cuidadosamente peinadas hacia atrás, se irguieron
bruscamente; los redondos anteojos cayeron al suelo y se perdieron entre el
pasto. El conejo se alejó dando saltos despavoridos entre los árboles. Conté
hasta diez y disparé.
6
Cuando hubimos
cazado un número suficiente de conejos como para satisfacer nuestra hambre
milenaria, preparamos una fogata con todos los carteles de madera que decían
«PROHIBIDO CAZAR CONEJOS» y asamos los conejos a las brasas.
7
Algunos cazan
conejos persiguiéndolos sin tregua, a caballo, despiadadamente, dentro y fuera
del bosque; en polvorientas carreteras, en praderas enormes, trepando incluso a
pedregosas montañas. Cuando el conejo se detiene, loco de fatiga, le destrozan
el cráneo con un golpe certero de garrote. Luego se lo comen, crudo y hasta con
pelos.
Yo estoy
condenado genéticamente a otros procedimientos. Tejo laboriosamente durante
varios meses una enorme y casi invisible tela como de araña, y luego me siento
a esperar, un poco oculto entre el follaje. A veces pasan otros tantos meses
antes de que aparezca un conejo en los alrededores, y a veces otros tantos más
para que el conejo caiga en mi tela. Mientras tanto atrapo sin querer moscas y
mosquitos, moscardones, avispas, ratones, culebras, mulitas, caballos, pájaros,
jirafas y monstruos marinos. Me fatiga mucho despegarlos y recomponer la tela
donde ha sido dañada. Es un trabajo agotador y la vigilia es constante. Me
destrozo los nervios en esta tensa y eterna espera. Tengo las mandíbulas
apretadas, me caigo de sueño, y mis sentidos se agudizan y exasperan en alerta
constante. Mi forma de cazar conejos, y no tengo otra, es lo que me ha
transformado en un loco.
8
Cuando, rara
vez, cae un conejo en mi tela, tiene la piel más suave que los otros, su cráneo
queda intacto, su carne no se ha envenenado con la fatiga muscular de una huida
interminable y, en fin, es un conejo vivo, alegre, un hermoso compañero de
juegos.
9
Elegimos el
bosque por dos motivos: porque en el bosque no hay conejos, y porque ignoramos
todo acerca de cómo cazarlos. Algunos imitan, en su ingenuidad, el mugido del
alce; otros trepan a los árboles y buscan en los nidos; otros rocían con
insecticida viejos panales olvidados por las abejas. Los hay que parpan,
graznan y cacarean; los hay que agitan un trapo rojo; los hay que usan un
contador Geiger.
El idiota va
al bosque a imaginar conejos eróticos y masturbarse. Los cree de grandes pechos
y ondulantes caderas. Evaristo, el plomero, los imagina con un complejo
mecanismo interior de relojería y quisiera atrapar uno para desarmarlo.
Otros, que han
leído alguna información errónea sobre el tema, se tienden bajo un árbol a
esperar que caigan. Al anochecer, el idiota, agotado por sus masturbaciones,
hace sonar largamente su silbato (un sonido cantarino y gorgoteante, por la
baba mezclada con el aire que sopla) y todos nos reunimos en un punto
predeterminado y volvemos ordenadamente al castillo.
10
Era un día
pesado y tormentoso; hicimos una enorme fogata para espantar los mosquitos que
nos devoraban. Tuvimos la mala fortuna de que la fogata se extendiera a los
árboles vecinos y, rápidamente, el bosque entero fuera pasto de las llamas. Fue
así que perecieron casi todos, horriblemente carbonizados. Los sobrevivientes
se reúnen noche a noche, desde hace años, en un bodegón del puerto; recuerdan
infaltablemente la anécdota y se reprochan la terrible imprudencia. Después,
borrachos, se alegran: comienzan a reír. Luego riñen entre ellos y el patrón,
ya de madrugada, los echa a la calle. Duermen entre tachos de basura y se
revuelven sobre sus propios vómitos.
11
Cuando
graniza, o simplemente cae un chaparrón fuerte, el idiota corre con su primita
a protegerse bajo el enorme sicómoro que ocupa la parte central del bosque; las
ramas del árbol se arquean hasta tocar la tierra, formando una cúpula que más
que de la furia de los elementos los protege de las miradas de otros cazadores,
o de los guardabosques. El sentimiento de protección es esencial para que la primita
se sienta solidaria con el idiota y se deje manosear y cubrir de baba el cuerpo
angelical y blanco. Cuando llega el invierno, el sicómoro se cubre de finas
plumitas y da la impresión de un pájaro enorme, o tal vez de un cisne con la
cabeza metida bajo el ala. En primavera les brinda sus frutos, unos higos que
bajo la piel delgada son pura leche dulce. Al anochecer, la lluvia cesa. El
idiota y su primita vuelven a la interminable cacería de conejos, pero ahora
tienen un fuerte sentimiento de culpa y no se miran a los ojos. El idiota
recoge bolitas de granizo y las mira disolverse en su mano con una rapidez que
espanta. De madrugada, cuando el campamento duerme y la fogata está casi
apagada, el idiota sigue despierto, babeando, sacando nuevos granizos de su
faltriquera y mirándolos cómo se disuelven, con una rapidez que espanta, sobre
la palma de la mano.
12
Quisiera vivir
entre gentes que fueran más buenas, más felices que yo. Así les envidiaría su
suerte o su bondad. Pero todos los cazadores son desgraciados, estúpidos e
infinitamente perversos. Así, me veo obligado a envidiarles sus pobres bienes
materiales. Les tiendo trampas. Cuando alguien me ve fabricando una trampa muy
compleja y muy sólida se ríe, porque cree que exagero; por lo general se siente
impulsado a explicarme el tamaño y la fuerza reales de un conejo. Yo dejo que
me expliquen. No saben, ellos, que es un trampa para cazadores. Los mato y les
robo el dinero, las ropas, las armas y algún adorno —collares de dientes de
tigre, relojitos antiguos, anillos de compromiso, plumas de colores, billeteras
de cuero de cocodrilo—. Los cazadores gustan de adornarse, y a menudo el
colorido de estos adornos es su perdición: es fácil distinguirlos entre el
follaje y tomarlos por sorpresa.
13
El conejo en celo
desprende un aroma muy tenue que sólo es percibido por el finísimo olfato de
los cazadores. Llegan de todas partes, siguiendo este aroma en forma
inconsciente y compulsiva; no saben adonde van, ni por qué van. El conejo
espera entre los matorrales. Cuando el cazador se aproxima, el conejo tensa los
músculos y se prepara para el salto. El cazador no ve esos ojos rojos, astutos,
brillantes, pendientes de sus menores movimientos. Cuando está muy cerca, el
conejo en celo salta, dejando escapar un espantoso rugido que hace estremecer
el bosque. El cazador, tomado por sorpresa, queda paralizado y no atina a
defenderse. De todos modos, la lucha sería desigual: un par de rápidos
manotazos, una dentellada certera, y el conejo se aleja arrastrando un cadáver
flojo y sangrante, que será una fiesta para los hambrientos conejitos.
14
En ocasiones
me gusta pasarme al bando de los guardabosques; entonces se produce un
desequilibrio entre las fuerzas, y los cazadores son derrotados con facilidad.
Nosotros, los guardabosques, no sufrimos ninguna baja.
15
Dicen que van
a cazar conejos, pero se van de pic-nic. Bailan alrededor de una vieja
victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen pescar mientras
dormitan; comen y beben, cantan cuando vuelven al castillo en un ómnibus
alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los conejos
aprovechan los restos de comida. También es frecuente que los falsos cazadores,
borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el amanecer,
a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua.
16
Algunos
conejos se han hecho expertos en el arte de imitar con gran precisión el grito
con que los cazadores suelen llamarse entre ellos cuando se encuentran perdidos
o en dificultades. «Ooooooh-eeeeeeh», se oye a la distancia, y luego la
respuesta, desde otro extremo del bosque: «Ooooooh-eeeeeeh». Los gritos se
repiten, cada vez más próximos. Después hay un silencio, después hay otro
grito, distinto, después no se oye nada más.
17
Al idiota le
gusta el cementerio de elefantes, no por el valor de los colmillos, ni por el
misterio del impulso que lleva al elefante herido a buscar el lugar milenario,
ni por el brillo de la luna en el marfil, ni por el aspecto imponente de los
esqueletos que semejan barcos antiguos semihundidos en un mar verde oscuro, ni
por oír el curioso lamento de agonía de los elefantes que llegan y se tienden,
ni por la aventura, sino por el olor a podrido de los elefantes muertos.
18
«Creo haber
atrapado un conejo», dije, acariciando la suave vellosidad de Laura, que es tan
joven. Ella ríe con una carcajada fresca y huye; yo recomienzo pacientemente la
búsqueda.
19
Cuando estoy
imposibilitado de moverme, por haber caído en la trampa de otro cazador o haber
comido, por error, de las bayas silvestres venenosas de efecto paralizante, un
río de conejos de ojillos vivaces salta interminablemente en blanca cascada
ante mis ojos, de día y de noche, y al día siguiente, y a la noche siguiente, y
siempre.
20
Hay quien caza
conejos por amor; yo los cazo por odio. Cuando los tengo en mi poder los voy
destrozando lentamente. Los mutilo, tratando de que no se mueran en seguida.
Hay otros cazadores que odian a los conejos porque destruyeron su hogar o sus
cosechas, porque robaron a sus hijos o mataron sus esperanzas; mi odio es
injustificado y atroz. Creo que hay algo de amor en este odio; no dedicaría, de
otro modo, tanto esfuerzo a combatirlos con mis armas más arteras.
21
El conejito
recién nacido es tal vez el espectáculo más tierno del mundo. Tan blanco y tan
indefenso, tan débil y tembloroso, las orejitas sedosas y blandas, la naricita
inquieta y rosada, los dientecillos asomando apenas en su hociquito menudo que
parece sonreír tímidamente.
22
Cuando en el
club de caza se habla de caza, y siempre se habla de caza en este club, yo
permanezco obligadamente en silencio. No hay heroísmo en la caza del conejo.
Ellos narran aventuras espeluznantes, se exhiben piezas embalsamadas de
animales terribles. No hay nada de esto en la caza del conejo, donde todo se
desliza suavemente, amablemente. Intervienen la astucia y la paciencia, pero
también la imaginación y la simpatía. No hay sordos gruñidos ni carreras
dementes; no hay sangre ni estruendos de armas de fuego, Todo es apacible y
casi cariñoso; y aunque el peligro es tan grande como el que corren los otros
cazadores, de búfalos y tigres, es un peligro tan sutil y tierno, que nadie que
no cace conejos podría comprender que es realmente un peligro. Opto, entonces,
por cerrar la boca y escuchar, y pasar por tímido o por tonto.
23
Decimos que
vamos a cazar conejos, pero en el bosque no hay conejos. Vamos a cazar
muchachas salvajes, de vello sedoso y orejas blandas.
24
Es inverosímil
la fertilidad de estos animalitos. Uno casi puede verlos reproducirse ante sus
ojos, a una velocidad fantástica. Obsérvese este casal de conejos: en pocos
minutos habrá cuatro, luego ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro,
ciento veintiocho, doscientos cincuenta y seis, miles de conejos que saltan y
te rodean y se amontonan y te tapan y te asfixian.
25
Es inverosímil
la fertilidad de los conejos. Obsérvese este casal: en pocos minutos habrá
cuatro arañas, ocho sapos, dieciséis cotorras, treinta y dos perros, sesenta y
cuatro búfalos, ciento veintiocho elefantes.
26
Desde que los
conejos raptaron a mis padres, he perdido el gusto por la caza.
27
Llegamos al
bosque en numerosa y bien pertrechada expedición. Lo primero que advertimos fue
el enorme cartel que decía «PROHIBIDO CAZAR CONEJOS». Nos miramos azorados, nos
sonrojamos como adolescentes, suspiramos con resignación, nos dimos media
vuelta y regresamos, muy tristes, al castillo.
28
De hábitos
sedentarios, jamás se nos ocurriría algo así como ir al bosque a cazar conejos.
Preferimos criarlos en el castillo; a ellos destinamos las mejores
habitaciones, que hemos llenado de jaulas apropiadas, y vivimos de esta
industria.
29
Si bien entre
nosotros casi no se habla de otra cosa que de conejos, en realidad nunca hemos
visto uno. Dudamos incluso de su existencia. En nuestras conversaciones el
conejo oficia de metáfora, o de símbolo. Es frecuente observar que muchos, una
gran mayoría, hemos olvidado la primitiva significación de la palabra, si es
que ha tenido alguna vez.
30
Nunca hubo
conejos en el bosque. Este sería un inconveniente insuperable para nosotros,
cazadores de conejos, si no fuera por la existencia de los magos. Cuando vamos
de caza, y al cabo de varias horas de dar vueltas inútiles, sintiéndonos
fracasados y doloridos, aparecen los magos. Son silenciosos, de ropaje negro y
elegante. Con gran habilidad comienzan a sacar conejos de sus relucientes
galeras. Cada uno de nosotros vuelve al castillo con un conejo en su morral;
estamos contentos en apariencia, pero llevamos en el corazón la sombra de una
duda.
31
Con la piel de
conejo, convenientemente curtida, nos fabricamos guantes sedosos para
acariciarnos el cuerpo desnudo en nuestra soledad. Nuestros niños juegan a las
bolitas con los ojos. Los dientes de conejo son maravillosas cuentas para los
collares y pulseras de nuestras mujeres. La carne la comemos. Con las tripas,
fabricamos cuerdas para nuestros instrumentos musicales; nuestra música es
profunda y triste. El esqueleto del conejo lo forramos con la felpa blanca, y
en el interior colocamos un mecanismo movido a cuerda: son juguetes que imitan
a la perfección los movimientos del conejo. Los domingos vendemos estos
juguetes en la feria, y con el dinero podemos comprar balas para nuestras
escopetas de cazar conejos.
32
Las primitas
del idiota mastican el mismo chicle, los rostros muy próximos, el chicle un
fino hilo que une salivoso sus bocas adolescentes, y el idiota se acuesta
debajo del chicle, mirando desde abajo los pequeños pechos puntiagudos, y
estira sus manos con pereza hacia las tiernas vellosidades pero no las alcanza,
y de los cuerpos emana una radiación de calor perfumado, y allá arriba las
bocas se aproximan tratando de conseguir la mayor parte del chicle, las bocas
se juntan, cae saliva, secreciones salobres resbalan por las piernas adolescentes
hacia la boca del idiota, se mezclan con sus babas. Nadie caza conejos.
33
El plan del
idiota es perfecto. El grupo de expertos tiradores se ubica en el centro del
bosque, alrededor del psicómoro, y espera. Desde la periferia vienen los
músicos, avanzando hacia el centro, cercando a los conejos, espantándolos con
el ruido de sus tambores, flautas y violines.
Por lo
general, logramos dar muerte a infinidad de conejos. A veces, sin embargo, los
conejos se escapan, filtrándose entre los músicos cuando aún están muy
espaciados entre sí en la periferia del bosque. O, a veces, todos los conejos
se han reunido bajo la protectora copa del psicómoro, detrás del cerco de
expertos tiradores que apuntan hacia afuera. Entonces se produce el duelo
lamentable entre expertos tiradores y músicos; los músicos llevan la peor
parte, pero a menudo más de un experto tirador es atravesado por un arco de
violín, o por un sonido demasiado agudo o demasiado tierno.
34
Desde que los
conejos industrializaron a mis padres, para protegerse en el invierno con el
abrigo de sus pieles curtidas, vengo notando en mí un desconcierto creciente
ante las cosas de la vida, que antes me habían parecido tan sencillas y
lógicas.
35
Para los que
sienten como cosa esencial la estética de la caza de conejos, o su metafísica,
la luz es quizás el factor más importante a tener en cuenta. El sol directo
afea los conejos, les quita realidad y gracia. La oscuridad de la noche los
vuelve invisibles, inasibles y muy peligrosos. Es a la luz incierta de los últimos
rayos oblicuos, en ese instante mágico que se produce unos minutos después de
la puesta del sol, cuando los conejos adquieren toda su dimensión de belleza y
verosimilitud. Pero es muy difícil cazarlos en la fugacidad de ese momento: tal
es la comprensión que adquiere un observador sensible.
36
El idiota se
agarró la cabeza, desesperado, porque ante sus órdenes precisas nos
comportábamos como verdaderos energúmenos. Después de años de vivir encerrados
en ese castillo oscuro, la libertad, la belleza, la salud que se respiran en el
bosque nos impedían ceñirnos a la lógica inexorable de su plan.
37
Para cazar
conejos hay que sacar un permiso especial, que cuesta mucho dinero. En un
pequeño mostrador con caja registradora que hay a la entrada del bosque, un
conejo gordo, de lentes y con aire de cansada resignación nos va entregando uno
a uno los permisos de caza, a cambio del dinero.
Pero
también, y para defenderse de los cazadores, los conejos han creado un
impresionante aparato burocrático. Al cazador que desea obtener el permiso (y
sin permiso es imposible cazar conejos, porque se cae en manos de los
guardabosques), le obligan a presentar multitud de papeles; cédula de
identidad, certificado de buena conducta, vacuna antivariólica, carnet de
salud, recibos de alquiler, agua y luz; certificado de residencia, certificado
negativo de la dirección impositiva, carnet de pobre, libreta de enrolamiento,
pasaporte, constancia de domicilio, certificado de nacimiento, constancia de
bachillerato, autorización para el porte de armas, declaración de fe
democrática, certificado de primera comunión, constancia de jura de la bandera,
libreta de matrimonio, licencia para conducir, constancia de estar al día en el
impuesto de Enseñanza Primaria, certificado de defunción, etcétera.
38
La música
favorita de los conejos es el Quinteto en La mayor op. 114 «La Trucha», de
Schubert. Como no saben leer, se identifican con los movimientos nerviosos y
juguetones, con el dramático buen humor, con la vida fácil de la obra y entre
ellos, en su lenguaje especial, la denominan con una palabra equivalente a
«Conejo».
39
Hay una trampa
para cazar conejos que, si bien un poco compleja, resulta infalible. El cebo
es, desde luego, una zanahoria. El alimento preferido por los conejos es el
afrecho, pero la zanahoria tiene para ellos —homosexuales en potencia— el
atractivo de un poderoso símbolo fálico. Se coloca entonces la zanahoria, en
actitud procaz, en un lugar bien visible —de preferencia un claro en el
bosque—. Debajo de la zanahoria se cava un profundo hoyo circular, de unos tres
metros de diámetro, que se cubre con tablones resistentes disimulados mediante
hojas y yuyos. Sobre estos tablones se disemina una cierta cantidad, no
necesariamente muy grande, de comejones (el comejón es reconocido por su rápido
trabajo destructivo en la madera). Cuando llega el conejo, atraído en primer
término por el suave aroma, luego por la vista de la zanahoria de color
esplendoroso, y después de largos rodeos, no sólo porque el conejo sospecha la
trampa, sino porque entran a jugar en él de inmediato los complejos mecanismos
sexo-gastronómicos de atracción y repulsión, comienza a saltar sobre los
talones (porque la zanahoria ha sido colocada a una altura tal que el conejo
crea poder alcanzarla saltando). Aquí se entabla una hermosa lucha entre el
tiempo, el conejo y los comejones. Los cazadores retienen el aliento e
intercambian —mediante signos preestablecidos— silenciosas apuestas en dinero.
Las variantes
son múltiples. O bien los saltos del conejo terminan por romper los tablones
deteriorados por los comejones, y entonces caen al foso tanto los tablones como
los comejones como el conejo, o bien los comejones, que prefieren a la madera
la carne de conejo, aprovechan la etapa ésa del salto en que las patitas tocan
los tablones para invadir su piel, y terminan por devorarlo, o bien el conejo,
al sentir el mordiscón del primer comejón, alcanza gracias al dolor un impulso
tal en su salto que le permite llegar a la zanahoria (y entonces, el comejón
pasa rápidamente a la zanahoria, que es definitivamente su alimento favorito),
o bien el conejo se cansa de saltar y se va, y entonces el peso del cazador que
va a rescatar su zanahoria vence ahora sí la resistencia de los tablones
deteriorados por los comejones y cae al foso, llevando o no consigo la
zanahoria que ha tenido tiempo o no de desatar, o bien los comejones, por
anterior satisfacción o por desidia, resuelven no atacar la madera de los
tablones y dispersarse por el bosque, lo cual dificulta enormemente la posibilidad
de que el conejo logre su propósito de romper los tablones, o bien la
zanahoria, cansada de esperar y agobiada por la tensión nerviosa, se
desprende de sus ataduras y cae entre los dientes del conejo (y
es a veces en este momento cuando los tablones ceden), o bien los cazadores,
sobreexcitados por la emoción de la escena que están contemplando y por la
enorme cantidad de dinero que hay en juego por las apuestas cruzadas, se
increpan duramente los unos a los otros y se van a las manos y aun se matan entre
ellos, o bien se lanzan enfebrecidos sobre el pobre conejo que salta, venciendo
con el peso del conjunto la resistencia de los tablones deteriorados por los
comejones y cayendo todos al foso, desde el fondo del cual contemplan
desesperadamente la zanahoria, o bien son los guardabosques quienes atraídos
por la zanahoria o el conejo se ven precipitados al foso, donde son rápidamente
devorados por los comejones, o bien el conejo, aprovechando la memoria genética
de la especie, ha construido previamente trampas similares en los sitios en que
los cazadores suelen apostarse, y tarde o temprano los cazadores caen a sus
fosos particulares o son devorados por los comejones que se les trepan por las
piernas, o ambas cosas a la vez, o bien la trampa contra los cazadores ha sido
construida por los guardabosques, sus eternos enemigos, con idéntico resultado,
o bien los comejones devoran tan rápidamente los tablones que cuando llega el
conejo ve la trampa y se va, o bien, aun viendo la trampa, es fuertemente
tentado por la zanahoria y en lugar de los saltitos verticales elige el salto
largo, de un borde al otro del foso, tratando de alcanzar la zanahoria cuando
pasa a su lado, y en uno de esos saltos puede, por una falla de cálculo, caer
en el foso, o bien es Laura, la hermanita gemela del idiota, quien es
fuertemente tentada por la zanahoria, y entonces los cazadores se masturban
contemplando los graciosos saltos del cuerpo desnudo, o se arrojan todos sobre
ella con intención de violarla, cosa que a menudo logran si los comejones les
dan tiempo, o bien no sucede ninguna de estas cosas y los cazadores se deprimen
viendo cómo la hermosa zanahoria se va secando con el paso del tiempo,
perdiendo su frescura y color, volviéndose fofa y resumida, quedando finalmente
convertida en una especie de fideo seco y deslucido.
40
Cuando, al
cabo de muchos años, Evaristo el plomero logró atrapar al fin un conejo, se
llevó una profunda desilusión. Le había tocado un conejo vacío, sin mecanismos
de relojería como los que soñaba y sin ninguna otra cosa en su interior.
Cuando, poco
tiempo después de formalizado su noviazgo con Laura, la hermana gemela del
idiota, Evaristo el plomero descubrió la compleja red de relaciones hetero y
homosexuales entre Laura y el idiota y las dos primitas, recuperó su confianza
en los conejos y siguió tratando de cazarlos.
Cuando, mucho
tiempo después, Evaristo el plomero logró cazar un segundo conejo, y comprobó
excitado que era mucho más pesado y sólido que el otro y que por lo tanto algo
debería tener adentro, lo llevó a su pieza y se encerró con su instrumental
para desarmarlo. Fue entonces cuando el conejo, una variante genética especial
preparada por los terroristas, le explotó en la cara.
41
Hay un refrán
muy usual en boca de nosotros, cazadores de conejos: «Donde menos se piensa,
salta la liebre». Interpretamos la palabra «liebre» como una forma velada y
poética de referirse al conejo, y cuando alguien dice este refrán, y se dice a
menudo, los demás nos miramos con gestos de complicidad y de astucia.
42
La fuerza de
los conejos radica en que todo el mundo cree en su existencia.
43
Para las
civilizaciones acostumbradas desde largo tiempo a los números arábigos, los
números romanos tienen un no sé qué de misterioso y sólido, de dificultoso y
terrorífico.
44
Hay quienes se
unen a nuestro equipo de caza no por interés en los conejos, sino en los
pájaros. En efecto: quien ame el canto de los pájaros, encontrará en el bosque
una tal variedad, y una tal especial calidad en los cantos, que quedará
maravillado. Son estas personas las que más sufren cuando se enteran, tarde o
temprano, de que hay poquísimos pájaros en este bosque, y los que hay casi no
cantan o cantan mal o sin ganas; un canto opaco, sin brillo ni energía. Quienes
cantan son las arañas, esa clase de arañas enormes y peligrosas que hacen sus
nidos en las copas de los árboles y se valen de su canto para atraer victimas.
El amante del canto de los pájaros, hombre de sangre dulce, es la víctima
favorita de estas arañas.
45
El bosque
acicateado, profanado y devastado por generaciones y generaciones de
guardabosques, se ha convertido hoy en una triste ciudad. Los conejos han
pasado a residir en el inmundo sistema de alcantarillas, y el cazador se ha
visto obligado a cambiar sus sistemas de caza, su indumentaria y su sentido del
humor.
46
Tardamos
infinidad de veranos en descubrir que los conejos, en verano, emigran del
bosque a la playa. Usan trajes de baño de vistosos colores, anteojos para el
sol y sombrillas, y nos resulta prácticamente imposible distinguirlos de los
otros turistas. Como, además, nosotros, la gente del castillo, no somos afectos
a la playa, hemos finalmente decidido suspender la caza de conejos en el
verano, y jugamos, en vez, a la lotería de cartones.
47
Esteban, el
hijo menor de Laura, es el vivo retrato de su padre (el casi legendario conejo
Archibaldo).
Cuando viene
de caza con nosotros es prácticamente imposible distinguirlo de los otros
conejos, y es así como ha recibido, varias veces, peligrosas heridas. Ahora
optamos por colocarle un par de cartones redondos, uno en el pecho y otro en la
espalda. Estos cartones tienen dibujados varios círculos concéntricos de
distintos colores, como los cartones que suelen utilizarse para la práctica del
tiro al blanco. De este modo confiamos en que la próxima vez no habremos de
errar el tiro.
48
Las fatigosas
marchas dominicales, al rayo del sol y con la carga de nuestro absurdo ropaje y
nuestras armas, nos decidieron por fin a trasladar el bosque al interior del
castillo. Lo hicimos en una tarde, ocupando a estos efectos todas las macetas y
tachos que poseíamos.
En poco tiempo
el bosque se secó. Al principio quedamos disgustados y desconcertados, pero
luego recuperamos nuestra alegría al descubrir que en el desierto que dejamos
en lugar del bosque, los conejos eran mucho más visibles y es por lo tanto
mucho más fácil cazarlos.
49
Si hay algo
tal vez más apasionante que la caza de conejos, es la pesca. Aunque el
ejercicio es menos violento, la espera no es por ello menos tensa.
Y no hay
emoción comparable a la de ver moverse de pronto la pequeña boya de corcho
pintado de rojo, y sentir en la línea los nerviosos tirones, y recoger el hilo
de nailon con el ril, comprobando en el otro extremo la resistencia del conejo
que, desde el fondo del río, hacemos finalmente emerger con el paladar
atravesado por el enorme anzuelo, la zanahoria de cebo casi intacta.
50
La mayor
dificultad que se presenta, aun para el cazador más avezado, es poder
distinguir a primera vista la diferencia entre un conejo y una gallina. Como
las gallinas abundan más que los conejos, y en una proporción realmente
alarmante, con demasiada frecuencia terminamos comiendo los detestables caldos
de gallina seguidos de gallina a la portuguesa y arroz con menudos de gallina,
en lugar de los sabrosos conejos a la brasa que son nuestro deleite y nuestra
razón de vivir.
El cazador se
engaña casi siempre por la semejanza de los pelitos de las patas de unos y
otras, de las orejitas sedosas y romas, y sobre todo por el colorido de las
alas y ese tono apagado de los enormes colmillos de marfil. En cambio es muy
fácil distinguirlos en el laboratorio: la reacción al papel tornasol muestra
que la saliva de la gallina tiene un pH mucho más elevado que la saliva del
conejo. Pero aunque muchos opinen lo contrario, un bosque no es lo mismo que un
laboratorio, y seguimos comiendo gallina y acumulando rencor contra la vida.
51
Si usted
quiere venir con nosotros a la caza de conejos, desde ya le prevengo que más le
conviene abandonar la idea. En primer lugar, le será muy difícil, si no
imposible, localizar nuestro castillo. Ex profeso he dado referencias muy
vagas, cuando no mentirosas, en mis textos. En segundo lugar, localizado el
castillo, no podrá eludir las innumerables trampas mortales que hemos diseminado
a su alrededor, justamente para librarnos de los extraños como usted. En tercer
lugar, eludidas las trampas, le será imposible vadear el foso repleto de
cocodrilos. En cuarto lugar, vadeado el foso, será incapaz de salvar el enorme
portón de altísimas rejas, de hierro, terminadas en puntas de lanza. En quinto
lugar, salvado el portón, la frialdad de nuestro recibimiento le provocará
semejante desánimo que decidirá volver sobre sus pasos. Pero si usted es capaz
de vencer todas estas dificultades, si bien no podrá venir de caza con nosotros
porque el reglamento establecido por el idiota lo prohíbe expresa y
terminantemente, obtendrá en cambio la mano de la hija del Rey, esa hermosísima
mujer que desde tiempo inmemorial espera al hombre capaz de merecerla.
52
El idiota
confundió al oso amaestrado disfrazado de conejo que siempre llevamos como
señuelo en nuestras cacerías, con su primita Beatriz. El oso permitió que le
babeara la espalda pero, aunque irredento imbécil, destrozó al idiota de un
zarpazo cuando intentó acariciarle las nalgas.
53
Evaristo, el
plomero, cazaba conejos con el soplete.
54
Quien use los
conejos con fines afrodisíacos debe cuidarse especialmente de una variedad de
conejos que son sedosos al tacto cuando están tranquilos pero que a la menor
presunción de cualquier tipo de peligro erizan sus pelos, que se vuelven duros
y afilados como las púas de un puercoespín.
55
Los cachorros
de tigre que han perdido prematuramente a la madre son por lo general recogidos
por conejas que han perdido a sus crías; de la simbiosis que se establece con
el tiempo resultan esos ejemplares de conejas feroces y carniceras, y de tigres
temerosos, saltarines y más bien amariconados.
56
Evaristo el
plomero creía cuando era joven, debido a nuestra pronunciación rioplatense de
la zeta, que íbamos a casar conejos, y en su primera cacería junto a nosotros
fue con un sacerdote.
En adelante
tomamos el cuidado de pronunciar la zeta al estilo castizo, lo cual favoreció
en nosotros el desarrollo de una notable afición por las cosas españolas, y en
especial la música. Es así que ahora, los domingos, en lugar de ir de caza nos
quedamos en el castillo escuchando discos y hablando de toros.
57
No llevamos a
nuestros niños a las cacerías para evitarles el bochornoso espectáculo de las
conejas que se dedican a la prostitución.
58
Era la primera
y última vez que íbamos a cazar conejos. Nuestra filosofía, que nos mantiene
unidos coherentes, nos prohíbe repetir una experiencia determinada, cualquiera
que ella sea. Este es el secreto de nuestra eterna juventud, de nuestra alegría
constante y de esa llama de bondad suprema que siempre ilumina nuestros ojos.
59
Hicimos un
alto en la marcha; ese día estábamos agotados y no podíamos encontrar el
bosque. Aproveché la pausa para sentarme sobre una piedra y desenvolver el
paquete de papel de estraza que me había dado mi madre; pero en lugar de las
habituales milanesas, encontré un par de viejas alpargatas.
60
Poniendo un
conejo contra el oído, se oye el ruido del mar.
61
Atravesado arteramente
por un conejo, las últimas palabras del idiota fueron: «Estoy cansado de
combatir, nuestros jefes están todos muertos... Aquel que ha conducido a los
jóvenes está muerto... Hace frío y no tenemos frazadas ni alimentos. Los niños
pequeños se están helando hasta morir... ¡Escuchadme! Mis jefes: estoy cansado;
mi corazón está enfermo y triste. Desde el punto en que el sol se encuentra
ahora, ya no combatiré jamás». Muy pocos lograron identificar la cita.
62
Cuando un
conejo sufre de polución nocturna, una gran calma se extiende sobre el bosque.
63
El conejo con
tendencias paranoides se cree perseguido por multitud de cazadores que quieren
hacerle daño; es retraído y desconfiado, y se pasa la vida imaginando que va a
ser víctima de complejas maquinaciones y de terribles trampas. En la etapa
aguda de su delirio, sus movimientos son torpes y descoordinados y pierde toda
capacidad de raciocinio. Éste es el momento más apropiado para que el cazador
lo atrape con facilidad.
64
Cuando cayó el
idiota, atravesado por una certera flecha de los guardabosques, sus últimas
palabras fueron: «La liberación de la energía encerrada en el átomo lo ha
cambiado todo, salvo nuestra manera de pensar, y por esta razón avanzamos
incesantemente hacia una catástrofe sin precedentes. Para que la humanidad
sobreviva debe cambiar sus maneras de pensar. Una de las necesidades más
urgentes de nuestro tiempo es la de disipar esta terrible amenaza».
65
La música
favorita de los conejos es el Concierto en Re menor opus postumo «La Muerte y
la Niña», de Schubert. Se identifican con su violencia interior, con su drama
sombrío, con su sentido agónico. Como no saben leer la tapa del long-play, en
su lenguaje particular llaman entre ellos a esta obra «La Muerte y la Niña».
66
Huberto, el
sociólogo, trabajó varios años en el estudio de la organización socio-económica
de los conejos. Sintetizó su investigación en una sola frase: «Dignidad arriba
y regocijo abajo».
Curiosamente,
trabajando en forma separada, paralela a la de Huberto, llegó a la misma
síntesis, expresada en la misma frase, Federico el sexólogo.
67
Se dice, de
los textos aquí presentados bajo el título de «Caza de conejos», que se trata
en realidad de una fina alegoría que describe paso a paso el penoso
procedimiento para la obtención de la Piedra Filosofal; que, ordenados de una
manera diferente a la que aquí se expone, resultan una novela romántica, de
argumento lineal y contenido intrascendente; que es un texto didáctico, sin
otra finalidad que la de inculcar a los niños en forma subliminal el interés
por los números romanos; que no es otra cosa que la recopilación desordenada de
textos de diversos autores de todos los tiempos, acerca de los conejos; que es
un trabajo político, de carácter subversivo, donde las instrucciones para los
conspiradores son dadas veladamente, mediante una clave preestablecida; que el
autor sólo busca autobiografiarse a través de símbolos; que los nombres de los
personajes son anagramas de los integrantes de una secta misteriosa; que
ordenando convenientemente los fragmentos, con la primera sílaba de cada
párrafo se forma una frase de dudoso gusto, dirigida contra el clero; que leído
en voz alta y grabado en una cinta magnetofónica, al pasar esta cinta al revés
se obtiene la versión original de la Biblia; que traducida al sánscrito, el
sonido musical de esta obra coincide notablemente con un cuarteto de Vivaldi;
que pasando sus hojas por una máquina de picar carne se obtiene un fino
polvillo, como el de las alas de las mariposas; que son instrucciones secretas
para hacer pajaritas de papel con forma de conejo; que toda la obra no es más
que una gran trampa verbal para atrapar conejos; que toda la obra no es más que
una gran trampa verbal de los conejos, para atrapar definitivamente a los
hombres. Etcétera.
68
Nunca como
aquel domingo habíamos visto que la cosquilla de los yuyos provocara en Laura
tal alocada excitación. Dejó de gatear y se irguió de un brinco, saltaba y
giraba sobre sí misma, se frotaba los pechos y el vientre, se abrazaba a los
árboles, gritaba y daba inusitadas cabriolas. Todos nos quedamos perplejos,
pero el idiota nos explicó, en dos palabras, mientras se acariciaba el bigote,
la mirada ausente: «Bichos colorados», dijo.
69
—Capitán —le
dije al idiota—, los hombres están agotados.
El idiota se
secó el sudor de la frente y me miró con cansancio, esbozando una sonrisa
triste.
—Lo sé
—respondió.
Me mandó dar
la orden de descanso. Los hombres se dispersaron, se sentaron en troncos o en
el suelo, se quitaron las botas, se frotaban y acariciaban los pies llagados y
cuarteados.
—Capitán —le
dije, en nuevo aparte—, ¿no sería mejor abandonar la lucha? ¿Volver al
castillo? ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí, dando vueltas sin sentido?
—Hace tiempo
—respondió—, hace mucho tiempo que he abandonado la lucha. Hace mucho tiempo
que lo único que busco es la forma de salir.
—¿La brújula?
—Enloquecida.
Señala cualquier dirección. Todas las direcciones.
—¿Las
estrellas?
—¿Quién ha
visto una puta estrella desde este puto bosque?
El Capitán se
quitó la gorra ajada y sucia y la arrojó al suelo con furia. Quedé en silencio
unos instantes.
—¿Por qué
razón era que habíamos venido? —pregunté, al fin.
—Nadie lo
recuerda exactamente. Había un enemigo contra quien luchar, pero ni siquiera
sé, ahora, si alguna vez supimos de quién se trataba.
—Teníamos
consignas.
—Teníamos fe
en el triunfo.
—Sabíamos lo
que queríamos.
—Nuestra causa
era justa.
—¿Y ahora?
—Ahora, hay
que seguir luchando. Luchando contra el bosque. El enemigo verdadero es el
bosque. El otro, la razón de que estemos aquí, ha desaparecido tal vez hace
mucho. ¿Y cómo lo reconoceríamos?
—Hemos perdido
muchos hombres.
—Hemos de
perder muchos más todavía.
—¿Y qué será
de nuestras mujeres, de nuestros hijos en el castillo?
—Tal vez nos
hayan olvidado. Tal vez nos den por muertos. Tal vez ellas se hayan casado
nuevamente. ¿Evaristo?
—Muerto. Hace
meses.
—¿Huberto?
—Muerto,
también, hace años, creo.
—¿Esteban?
—Muerto o
desaparecido.
—¿Federico?
—Muerto por
las fieras.
—Este bosque
parece infinito.
—Tal vez lo sea.
—¿Y el
castillo?
—¿Existió
alguna vez el castillo?
El Capitán dio
la orden de formar filas y seguir adelante, abriéndose paso a machete. Algunos
no pudieron obedecer. La fatiga, la fiebre.
—¿Qué hacemos?
—pregunté.
—Adelante
—respondió el Capitán.
Y dando el
ejemplo sacó el machete y comenzó a abrirse paso por centésima, por milésima
vez en el bosque. Los hombres se tambaleaban o se arrastraban detrás de
nosotros. Un ejército de desechos humanos.
Y el otro
enemigo era el silencio.
70
Nunca pudimos
salir del castillo. Por temor, por desidia, por comodidad, por falta de
voluntad. Y a pesar de todo, nuestra única ambición era ir al bosque a cazar
conejos. Planificábamos expediciones perfectas que jamás se llevaron a cabo.
Estudiábamos los manuales más completos sobre la caza del conejo. Pero nunca
nos atrevimos a salir del castillo.
71
Doña
Encarnación ha ideado una salsa para aderezar el conejo a la cacerola. Es tan
sabrosa, intervienen en su preparación tantos y tan bien elegidos elementos,
que por lo general terminamos por despreciar el conejo y nos limitamos a mojar
el pan en la salsa.
72
¿Quién podría
imaginar un monstruo capaz de matar a un conejo? Nosotros los cazamos por
deporte, y luego los devolvemos sanos y salvos a su bosque. Ellos lo saben, y
si oponen alguna resistencia para hacer más divertido el juego, finalmente se
dejan atrapar complacidos.
73
El idiota es
un ser que salpica. Para hablar con él hay que estar alerta o mantenerse a
cierta distancia, por sus reiteradas eyaculaciones o el estallido de sus globos
de baba. Algunos le salen muy grandes, como enormes e irisadas pompas de jabón.
Se desprenden de su boca, flotan suavemente en el bosque, llevados por la
brisa, eludiendo los árboles. A menudo, un cazador absorto en su presa, pendiente,
tras un árbol, de los menores movimientos del conejo, esperando el momento
preciso para dispararle sin errar, es tocado de pronto por uno de estos enormes
globos, que estalla y lo baña de la cabeza a los pies con una baba espesa y
gomosa.
74
—Dígame una
cosa, don —me dijo un conejo con gravedad, apoyando una pata sobre mi hombro—.
¿Por qué no se deja de joder con los conejos y escribe otra cosa?
75
Ahora, único
sobreviviente, he quedado solo en el castillo. Señor feudal muy pobre, sin
compañeros ni mujer ni hijos ni servidumbre, mi única posesión es este castillo
tenebroso y cerrado, que es mi cárcel. Después de tanta algarabía y tanto
brillo, el único sonido que permanece es el tic tac del antiquísimo, enorme
reloj de péndulo. Este sonido me irrita y me produce insomnio. Pero no puedo
dejar de darle cuerda; me sirve para contar, anhelante, cada uno de los minutos
que desgraciadamente voy sobreviviendo a los demás. Es, también, una forma de
compañía.
76
Desde la noche
en que, valiéndose de la superioridad numérica, el tamaño y la fuerza, y el
factor sorpresa, los conejos tomaron por asalto el castillo y nos desalojaron,
se han ido humanizando progresivamente mientras nosotros nos vamos
embruteciendo en el bosque.
77
Para escribir
historias de conejos, es preciso dejarse crecer un bigote sedoso y espeso.
Después se hace inevitable pasarse varias horas acostado en la cama, mirando el
techo, mientras los dedos, inconscientemente, acarician con curiosidad y
ternura la novedosa mata. Luego de un tiempo, los dedos se acostumbran a su
presencia y la van olvidando; pero, mientras tanto, las historias de conejos
surgen solas, inexorablemente.
78
Los conejos,
plaga social y todopoderosa, habían devastado los sembrados y jardines que
rodean al castillo. A solas en el castillo, salí esa noche afuera y a la luz de
la luna me sentía observado por millares de ojitos rojos y brillantes. Me
detuve ante la única rosa que se erguía, intacta, en el jardín destrozado. Caí
de rodillas, los brazos extendidos.
—¡Conejos!
—clamé, y la noche me devolvía las palabras en ecos multiplicados—. Vosotros,
que poseéis la llave del bien y del mal; vosotros, amos de la vida y de la
muerte; vosotros, todopoderosos tejedores de dicha e infortunio; vosotros,
quienes me habéis arrebatado mi tesoro, quienes de mi vida no habéis dejado en
pie más que esta humilde, única flor: a vosotros, conejos, os suplico. Con
humildad, de rodillas. Os suplico que no toquéis esta rosa, que no toquéis esta
rosa.
A la mañana
siguiente me asomé a la ventana y vi que los conejos habían destrozado
salvajemente la rosa y el rosal; los pétalos y las hojas yacían esparcidos,
retorcidos, sobre la tierra hollada por millares de patas salvajes y
diabólicas. En su lugar, habían erigido una enorme estatua de barro, con forma
de conejo, que miraba en mi dirección, con una mano en los genitales en actitud
procaz y la otra en el hocico, haciéndome una cuarta de narices.
79
Después de
haberlo probado todo en el castillo—los aquelarres, la poligamia, la meditación
mística, la acupuntura china, las palabras cruzadas, los conciertos de cámara,
la gimnasia yoga, las veladas literarias, el trabajo físico, el ayuno, los
juegos parapsicológicos, el cadáver exquisito, la ruleta, la malilla y el tute,
la militancia política, los baños de inmersión, la lucha libre, etcétera—, se
nos ocurrió que para combatir nuestra constante angustia existencia! debíamos
dedicarnos a la caza de conejos. Organizamos una expedición, bien armada,
planificada y completa.
Cuando
llegamos al bosque, parecía que los conejos nos estaban esperando. Bailaban
para nosotros con sus polleritas de rafia, nos convidaban con sabrosos
refrescos servidos en vasitos de papel encerado, entonaban bellas canciones
acompañándose de pequeñas guitarras hawaianas. Luego nos propusieron
intercambio: tenían alforjas llenas de hermosas cuentas de bellísimos colores,
espejitos en los cuales uno podía verse el rostro reflejado con perfección
inusitada, collares y pulseras, llaveros y navajitas con incrustaciones de
nácar. Yo no pude resistirme, y cambié mi escopeta por un encendedor de tanque
de plástico transparente, dentro del cual flotaba una mosquita artificial como
las que usan los pescadores. Todos volvimos prácticamente desnudos al castillo,
cargados de objetos brillantes y novedosos para nosotros y nuestras mujeres.
A la mañana
siguiente, nos despertamos con la inquietante certeza de haber sido engañados
como perfectos imbéciles.
80
El conejo
tiene un solo punto débil: su poderoso instinto maternal. Si su bien adiestrada
desconfianza por el hombre no nos permite cazarlos de ninguna otra manera, ni
con armas ni trampas, tenemos un recurso extremo e infalible: vestimos al enano
con ropas de bebé, y lo dejamos abandonado en el bosque, dentro de una
canastita de mimbre. Entre sus ropitas disimula una pistola calibre 45, y es
difícil que no regrese con una buena docena de conejos muertos.
81
Nunca pudimos
hacerle entender al idiota cómo son los conejos muertos.
—Tiene orejas
largas —le decíamos, y traía un burro.
—Es pequeño —y
traía una pulga.
—Es del tamaño
de un perro chico —y traía un perro chico.
—Es un roedor
—y traía una rata.
—Vive en el
bosque —y traía una víbora.
—Tiene cuatro
patas —y traía una mesa.
—Se desplaza
por medio de saltos —y traía un canguro.
—Es blanco y
tierno, simpático y sensual, de tacto suave y cuerpo palpitante —y trajo a su
primita Águeda, con el corazón, atravesado por un certero flechazo.
82
Los conejos
son de una fertilidad tan asombrosa que en el bosque se han colocado carteles
previniendo contra la extinción de la especie a breve plazo.
83
Cuando vamos a
cazar conejos al bosque, es tan poco frecuente que encontremos alguno que, si
alguna vez descubrimos un conejo moviéndose entre el pasto, inmediatamente
somos todos los cazadores juntos que disparamos sobre él, lo acribillamos, lo
agujereamos y reventamos de tal forma todos al unísono con nuestras escopetas y
ametralladoras, que después no queda casi nada del conejo y nos volvemos al
castillo completamente frustrados.
84
Es tal la
repulsión, el asco, el horror que nos provoca la vista de un conejo, que si por
casualidad hallamos alguno cuando vamos al bosque a cazar elefantes, tiene la
virtud de despertar en nosotros una crueldad a la vez refinada y atávica.
Rápidamente instalamos en un claro una cruz de madera, y clavamos a ella las
manos y los pies del conejo; en su inmunda cabeza colocamos una corona de
espinas y nos sentamos a su alrededor a contemplar cómo agoniza, durante horas,
mientras le escupimos y le lanzamos nuestros peores insultos.
85
Nuestros
niños, quienes siempre nos acompañan en la caza de conejos, aprendieron de
éstos una palabra de oscura significación, un adjetivo que aplican
indiscriminadamente a distintos sustantivos en las más diversas circunstancias:
chulé. El idiota es chulé, los nuevos cortinados del castillo son chulé,
el café con leche es chulé, las manchas de alquitrán son chulé.
Evaristo el
plomero, que en sus ratos de ocio tiene inquietudes filológicas, dedicó una
larga temporada a investigar el lenguaje de los conejos. Descubrió por fin que
el adjetivo chulé que utilizan los niños es una deformación de la única
expresión que usan los conejos para comunicarse entre ellos, moviendo la cabeza
tristemente: la expresión inglesa too late (demasiado tarde).
86
En la huerta
que tenemos a los fondos del castillo, crece un árbol extraordinario y
maravilloso, cuyo fruto es el conejo.
En primavera
se cubre de flores blancas y grandes. Hacia el verano, el conejo está a punto
de madurez. Sólo tenemos que estirar la mano, arrancarlo, y llevarlo
directamente a la cacerola.
87
Por
intercambio de mutuas influencias, con el paso de los años los guardabosques se
fueron transformando en conejos, los conejos en comejenes, los comejenes en
zanahorias, las zanahorias en cazadores, los cazadores en guardabosques. El
equilibrio ecológico fue cuidadosamente respetado.
88
—Lo nuestro es
imposible —me dijo Laura—. Soy dueña de un castillo, estoy rodeada de joyas y
sirvientes, mis dominios se extienden hasta donde puede alcanzar la vista, y
más aún. Tú, en cambio, no eres más que un sucio y pobre conejo de los bosques.
89
La felicidad
de los conejos terminó cuando la especie comenzó a degenerar, tal vez por la
nefasta influencia del idiota. Se dedicaron a imitarlo en sus masturbaciones y
globitos de baba y a salpicar a todo el mundo. Al cabo de algunas generaciones
adquirieron colmillos, y luego lanzaron un manifiesto de Fe Racionalista.
90
Poco a poco,
casi insensiblemente, los conejos pasaron a dominarnos. Nos han cercado en este
inmundo castillo, donde nos hacen vivir penosamente. Nos obligan, mediante
hábiles técnicas publicitarias o bien por la fuerza, a fabricar y consumir toda
una serie de productos que no necesitamos realmente. Nuestra otrora pujante y
alegre raza de cazadores se ha transformado en una opaca y deslucida
caricatura. Conservamos nuestras vestimentas y nuestros sombreros rojos, pero
ya no nos ocupamos de la caza ni prácticamente de nada que valga la pena.
91
Cuando en el
cine de mi barrio exhiben alguna hermosa y delicada película sobre conejos, la
sala se llena de estos repugnantes animales de olor nauseabundo y que estropean
las alfombras con sus patas engradadas. Mastican ruidosamente sus zanahorias
mientras se exhibe el film, lo comentan en voz alta con total despreocupación
por los otros espectadores, hacen chistes groseros y ríen estrepitosamente
durante las partes más sublimes. Lo peor de todo es escuchar sus comentarios,
mientras salen poniéndose el sobretodo o del brazo de sus conejas. «Me pregunto
dónde está el mensaje» —suelen decir.
92
Hemos equipado
el castillo con luz eléctrica, heladera, lavarropas, televisión y otros
inapreciables artefactos, gracias a los conejos. En efecto: como no hay ningún
río cercano, hemos fabricado una gran jaula circular, del mismo tipo de las que
se fabrican para las graciosas ardillitas, pero mucho más grande. La fuerza que
desarrollan los conejos al tratar de huir, y que hace girar la jaula sobre su
eje central, es aprovechada por nosotros, transformada en energía eléctrica y
almacenada en un acumulador que surte las instalaciones del castillo. Y no
tenemos ningún gasto: no hace falta siquiera alimentar a los conejos. Dada su
asombrosa fertilidad, cuando alguno se muere de hambre y fatiga es rápidamente
repuesto por otro, que traemos del bosque.
A veces nos
preguntamos por qué corren los conejos adentro de la jaula. Nos respondemos,
siempre: porque son irremediablemente imbéciles.
93
Un
procedimiento muy eficaz para cazar conejos, consiste en descubrir su
madriguera y hacer una fogata a la entrada, poniendo algunas maderas y hojas
verdes que producen un humo espeso. Dirigiendo el humo hacia adentro de la
madriguera, por medio de un abanico o un fuelle, en breves instantes aparece el
conejo medio asfixiado, tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas. Fácil presa
para el cazador.
Pero parece
que en los últimos tiempos los conejos han aprendido esta artimaña, y se ha
vuelto peligrosa para el propio cazador. En efecto: hay conejos que fabrican
otras salidas para su madriguera, lejanas e invisibles, y cuando sienten el
humo se escapan por ellas. Dan un largo rodeo y trepan al árbol que está detrás
del cazador agazapado —abanicando o accionando el fuelle con fruición—, y desde
allá arriba le dejan caer en la cabeza una pesada bocha, o una roca, o una bala
de cañón.
94
La madriguera
favorita de una variedad especialmente pequeña de conejos es Águeda, la prima
del idiota. Ella está casi siempre tendida en la alfombra, junto a la chimenea,
con las piernas ligeramente entreabiertas. Uno puede sentarse a prudente
distancia, y si tiene paciencia y no hace ruido observará al cabo de un tiempo
la blanca y nerviosa cabecita orejuda que se asoma y mira. Águeda odia a los
cazadores y protege a sus conejitos. Siempre tiene a mano un balde de agua para
apagar las fogatas que hacen algunos cazadores fanáticos. Los conejitos,
sabiéndose protegidos, se acodan a veces en la puerta de la madriguera y nos
miran con desprecio, con una tremenda expresión de complacencia malvada en sus
ojitos redondos.
95
«En una época
—me decía un viejo conejo— este bosque estaba repleto de guardabosques. Daba
gusto verlos retozar en el pasto, vestidos con sus brillantes uniformes. Ahora
los tiempos han cambiado. Esté seguro de que no hallará un solo guardabosques,
así se pase la vida buscándolo.» El disfraz de conejo era perfecto, pero de
todos modos no logró engañarme. «Vamos, guardabosques —le dije, con aire de
superioridad protectora—, te invito a tomar unas cañas en el boliche.»
96
Como ejemplo
aleccionante para los cuervos y las hienas del bosque, colgamos a veces los
esqueletos de nuestros niños en unas horcas siniestras.
97
Laura prefiere
los hombres a los conejos. Cuando vamos al bosque, de caza, ella se tiende en
el pasto y espera que vengan hombres a poseerla. Los hombres salvajes que
habitan el bosque son de inusual virilidad y muy hábiles para el abrazo, muy al
contrario de los cazadores de conejos, a quienes la vida sedentaria en el
castillo nos ha vuelto pálidos, débiles, gordos, torpes y más bien afeminados.
98
Amaestramos a
un conejo y lo disfrazamos de oso bailarín. Se lo vendimos a un circo. Nos
dieron mucho dinero, pases gratuitos para todas las funciones y una mujer gorda
y barbuda que tenían repetida.
99
Yo sentía
pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia, pensando en los
darditos inofensivos de las arañas con ropas de cazador y sombrero rojo. Pero
cuando el dolor y el mareo me hicieron vacilar y caer, y antes de que la vista
se me nublara definitivamente, vi a las pequeñas enfermeras, de túnica blanca,
con sonrisas diabólicas llenas de colmillos, acribillándome con esas agujas
hipodérmicas llenas de un veneno amarillento, dolorosísimo y fatal.
Epílogo
En total
éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes. Había cazadores solitarios
y había grupos de dos, de tres o de quince. Todos los detalles habían sido
previstos. Teníamos un plan completo. Llegados al bosque inmenso, el idiota
levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Laura iba desnuda. Otros
llevaban las manos vacías. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y
tanques. Teníamos sombreros rojos. Era una expedición bien organizada que
capitaneaba el idiota. Fuimos a cazar conejos.
Marzo 1973
(Ilustraciones de Sonia Pulido)